Irlandeses.

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Vi a Cedric tenderme una mano para ayudar a levantarme.

-Gracias- dije.

Habíamos llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de nosotros había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.

—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Vi en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperad... voy a buscar dónde estáis... Weasley... Weasley...

Consultó la lista del pergamino.

—Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.

—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que le siguiésemos.

Nos encaminamos por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontramos una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, vislumbré las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Nos despedimos de los Diggory y nos encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, reconocí que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír nuestros pasos se volvió para mirarmos.

—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.

—Buenos días —respondió el muggle.

—¿Es usted el señor Roberts?

—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

—Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

—Efectivamente —repuso el señor Weasley.

—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.

—¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?

—De veinte —lo corrigió Harry en voz baja.

—¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...

—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.

—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

Los hermanos PotterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora