Capítulo 12.

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Fui al exterior y arranqué el coche. Atravesé las calles de la ciudad para llegar a la entrada del parque.

Una vez que accedí al aparcamiento, vi un Jaguar plateado que supuse que era de Daniela.

«Pero ¿cuántos coches ridículamente caros tiene esta mujer?».

— Buenos días. —Salió del coche y me sonrió—. ¿Cómo te sientes hoy?

— Muy bien. ¿Y tú?

— Genial. ¿Prefieres pasear o correr por el sendero?

— Quiero correr.

— ¿Los ocho kilómetros? —Dejó la chaqueta en el coche—. ¿Estás segura?

—¿Es que no estás en forma? Quizá seas tú la que prefiera pasear.

Se rio.

— Estoy en una forma excelente, María José. Solo me aseguraba de que tenías la resistencia para seguirme. —Me lanzó una sonrisa tan perversa y cargada de intenciones que me di la vuelta y empecé a correr.

Se puso a mi lado en cuestión de segundos, corriendo a la par por el camino de tierra, que serpenteaba entre los árboles. Seguimos avanzando al mismo ritmo, sin detenernos para respirar.

De vez en cuando notaba que me miraba, que incluso sonreía, pero estaba demasiado concentrada en llegar a la meta para devolverle las miradas.

Correr era algo que me calmaba los nervios, que me hacía sentir en paz; no podía concentrarme en nada más cuando golpeaba el suelo con los pies.

Cuando crucé la marca de los ocho kilómetros, me detuve y apoyé las manos en las rodillas. Oí que Daniela se detenía a mi lado, jadeando.

— La mayoría de las mujeres que conozco no son capaces de correr dos kilómetros sin ahogarse... —Parecía impresionada—. ¿Es algo que has hecho siempre?

— No, no. —Me senté en el suelo y estiré las piernas—. Odiaba correr. Es algo que hago desde hace cuatro años. ¿Cuánto tiempo llevas corriendo tú?

— Toda la vida. —Se quitó la camiseta y se quedó solo en un top negro, dejando a la vista una tableta de abdominales bien marcados.
Se sentó a mi lado—. Es una de las pocas cosas que se me dan muy bien.

Parecía haber un doble significado oculto en sus palabras, y una parte de mí quería pedirle que me lo explicara, pero recordé el discurso que me había dado antes a mí misma. No era necesario que hurgara en su vida personal, porque no quería darle una impresión equivocada.

Me aclaré la garganta.

— Oh... Bueno, eso suena muy...

— ¿Qué edad tienen tus hijas, María José? Si no te importa que te lo pregunte.

— Dieciséis años.

— ¿Son gemelas? —Arqueó una ceja—. ¿Idénticas?

Asentí.

— Lo cierto es que no pude distinguirlas hasta que cumplieron tres años.

Entonces empezaron a desarrollar su propia personalidad y... «Guau... Basta. Demasiada información».

— ¿Has pensado acabar esa frase? —sonrió.

No respondí. Entre las gotas de sudor que resbalaban por su esculpido torso, sus hermosos ojos y esa sonrisa de «sé-que-me-deseas», me sentía atrapada.

Me levanté lentamente y me sacudí la parte de atrás de las mallas.

— Mmm... Deberíamos regresar ya. Y creo que deberíamos hacerlo corriendo.

MI JEFA | PT1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora