Capítulo 27.

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POCHÉ

No supe por qué llamé a Daniela para hacerle saber que estaba en casa. Una parte de mí estaba furiosa por lo que me había hecho en el cuarto de baño, pero, por otro lado, me sentía feliz de que se hubiera presentado y hubiera interrumpido mi cita, aunque no podía explicármelo.
Mientras ella conducía el Bugatti por la ciudad hasta más allá de los suburbios, me mantuve quieta en el asiento del copiloto, preguntándome cuándo iba a hablar. No había dicho una palabra desde que me había recogido, y no me había mirado ni una vez.

«¿Por qué me importa su indiferencia? Se supone que no me gusta...».

Aceleró más a la altura de las dunas de Ocean Beach, y siguió alejándose, dejando atrás las áreas para familias a las que yo solía acudir. Ya no había farolas ni luces en la playa que guiaran el camino junto a la orilla. Allí no había nada más que oscuridad y, arriba, el pálido resplandor de la luna.
Después de lo que me pareció una eternidad, se detuvo frente a una casa enorme de madera y apagó el motor. Salió sin decir una palabra, y rodeó el coche hasta mi puerta para ayudarme a bajar.

Me llevó hasta los escalones del porche de la mano; una vez allí, apretó unos cuantos botones en el teclado de la alarma. Cuando presionó el último y la puerta se abrió lentamente, tiró de mí hacia dentro.

Me quedé boquiabierta en cuanto di un paso adelante. Los altos techos tenían al menos quince metros de altura y las bóvedas estaban construidas en cristal negro. Había pinturas de Renoir y Amadeo —originales— que colgaban de lo alto con sus marcos dorados. La habitación estaba llena de muebles de colores tierra: suaves sofás marrones, sillas de color verde esmeralda y piezas de bronce que reflejaban el ventanal de la pared del fondo.

«Es un lugar precioso...».

—Quítate los zapatos —me ordenó.
Me descalcé y la seguí hasta una cocina tan grande que no supe si era real. Me recordaba las cocinas de la casa real británica que había visto en Architectural Digest, esa clase de cocinas que me moría por visitar algún día.

Me hizo una seña para que me sentara en uno de los taburetes de aluminio, y luego encendió los fogones.
Me dio la espalda mientras preparaba la cena, sin mirarme por encima del hombro ni decirme nada. Se tomó su tiempo utilizando diferentes aceites y rehogando la carne, aunque negaba con la cabeza cada pocos minutos.
Cuando se puso a picar las verduras, miré el reloj, y me di cuenta de que ya había pasado una hora desde que habíamos llegado a su casa.

—Toma. —Se dio la vuelta y me tendió un plato con pollo, patatas y ensalada—. No he visto que comieras mucho en la cita.

—Gracias...

Cenamos en completo silencio; el sonido de los tenedores contra los platos era el único ruido que se oía. La miré varias veces, tratando de descubrir si también ella me observaba a hurtadillas, pero no lo hizo; mantuvo la vista clavada en su comida todo el tiempo.

Cuando vio que mi plato estaba vacío, lo cogió y lo llevó al fregadero. A continuación se puso la chaqueta y fue hacia la puerta de vidrio que había en el otro extremo de la estancia.

—Ven, María José. —Su voz sonaba neutra, pero su mirada seguía siendo fría.

Me acerqué a ella con calma, tomándome mi tiempo, y me puso una manta sobre los hombros cuando llegué a su lado. Abrió la puerta; el océano Pacífico estaba a pocos metros.
Se me ocurrió que quería pasear por la playa, ya que yo seguía descalza, pero me condujo hasta un hermoso yate negro que estaba atracado muy cerca. Me ayudó a subir las escaleras antes de hacer una señal a un hombre que surgió de la nada para conducir la nave.

MI JEFA | PT1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora