Capítulo 21.

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CALLE

—¿Señorita Daniela? —me llamó mi secretaria.

—¿Sí?

—Ha llegado su madre para almorzar con usted.

—Hazla pasar, por favor.

Unos segundos después, entró mi madre, con un vestido de color gris pálido. Estaba perfectamente maquillada, y parecía que se había estado cuidando... durante un mes completo. Sus ojos seguían estando claros, y rezumaban optimismo, como el día de la celebración de la rehabilitación, pero yo no albergaba grandes esperanzas. Había recorrido ese camino demasiadas veces como para que creyera que cambiaría.
Se sentó ante el escritorio, y clavé los ojos en la cajita que sobresalía del bolsillo de su chaqueta.

—Creía que habías dejado de fumar. —Suspiré.

—Sí, pero metanfetamina, no tabaco. Son casi inofensivos.

Negué con la cabeza y cogí los cigarrillos.
—Sustituir un mal hábito por otro no es una buena idea. ¿Quieres unos parches de nicotina?

—¿Para qué, Daniela?

—Así no te matarías lentamente y llegarías a cumplir los sesenta.

—Oh, ¿ahora eres experta en salud? Supongo que ser multimillonaria te lleva a creer que lo sabes todo, ¿no?

—Todo el mundo tiene claro que fumar es malo. Lo pone incluso en la maldita caja.

«Jamás debería haber accedido a esto...».

—Pero ¿es todavía peor para alguien que se ha drogado? Imagino que te avergüenza que esté aquí, ¿verdad? Me figuro que no quieres que tus amiguitas ricas descubran que tu madre drogadicta está otra vez rehabilitada...

—Vale, para. Déjalo ya. —Negué con la cabeza—. Me he mostrado de acuerdo en reunirme contigo una vez a la semana porque creo que es beneficioso para ti. No para mí. Así que si tu intención es llegar aquí para
que me sienta culpable por disfrutar de mi éxito, pierdes el tiempo... Quizá deberíamos posponerlo para la semana que viene.

—¿Qué? —Parecía herida—. ¿Quieres que me vaya?

—Sí. Ahora mismo.

—Lo lamento... No quería que te enfadaras. Es solo que a veces me siento fuera de mí porque no me he marcado un objetivo real y... Lo lamento mucho, Daniela.

—Vale. Lo volveremos a intentar la próxima semana. —Me acerqué y la abracé—.
Debemos intentarlo bien si queremos seguir adelante. No quiero frustrarme contigo ni que tú te frustres conmigo. La próxima vez, olvida el tabaco en el coche.

Sonrió a medias.
—Vale... Nos vemos la próxima semana.

La acompañé fuera del despacho y llamé el ascensor. En cuanto se fue, me senté detrás del escritorio y hundí la cabeza entre las manos.

Mi madre era la única persona del mundo que lograba meterse bajo mi piel en cuestión de segundos. No importaba lo mucho que yo intentara ser amable, o útil: ella siempre acababa diciendo algo negativo, como si
hubiera sido yo quien le había arruinado la vida.
Y eso era algo que había hecho ella solita; sentía mucha irritación e impotencia al ver que seguía sin darse cuenta.
A menudo me preguntaba por qué no había sido una madre normal en lugar de una a la que le importaban una mierda sus hijas. Una que nos ayudara a estudiar y que nos diera de cenar de vez en cuando. Pero no, mis padres se habían pasado la mayor parte del tiempo dejándonos con hambre, lo que me había obligado a rebuscar en los contenedores de la basura por las noches, en busca de las sobras de los vecinos.

Había desperdiciado años de mi vida preocupándome por mis padres, y me negaba a seguir así.
En mi cabeza había otras cosas, como María José. Era la mujer más complicada que hubiera conocido, y, por lo general, cuando me sentía frustrada por una, pasaba a la siguiente. Sin embargo, por alguna razón, ella era distinta.
Por un lado, hacía gala de un aire de confianza que conseguía que desaparecieran todos los demás de la habitación, lo que provocaba que me resultara imposible concentrarme en cualquier otra cosa que estuviera ocurriendo. Además, me parecía más guapa cada vez que la veía, algo que no pensaba que fuera posible. Y el sexo era increíble; de hecho, no creía que llegara a saciarme nunca.

Sin embargo, esas ocasiones eran las únicas en las que se mostraba abierta conmigo. En cualquier otra conversación, su actitud era reservada, como si estuviera midiendo todas sus palabras. Cada vez que estaba a punto de decir algo remotamente personal, se callaba y se cerraba en banda. Por supuesto, yo tampoco había sido abierta con ella.

Abrí el último cajón del escritorio y saqué el archivo básico que le había pedido a Andrew sobre María José: divorciada desde hacía cuatro años, había estado casada catorce. Dos hijas, Andrea y Lucia Garzón. Una hipoteca de cien mil dólares. No demostraba simpatía ni por conservadores ni por liberales. Una multa por aparcamiento indebido, el sábado pasado.

Por regla general, le pedía que verificara por completo los antecedentes, que metiera el nombre en cada base de datos en la que pudiera entrar, pero había decidido no pasar por ello. Por primera vez, quería ver si podía averiguarlo todo sobre una mujer por mi cuenta, para variar.

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