PALOMA (I)

15 4 1
                                    

La psicóloga me miraba, como era habitual, tratando de analizar mis pensamientos.

Yo estaba sentada en esa enorme butaca hecha con el material de un cojín viejo, de estos marrones que fácilmente te encontrabas en casa de tu abuelo. A veces me escocía la espalda; otras no tanto. Otras veces simplemente quería levantarme del sofá y mandarlo todo a la mierda. Estaba harta de esto. De esta consulta. De toda la mierda por la que había pasado. De todo.

–¿Cada cuánto piensas en Isaac al día? Es necesario que analicemos eso–Me preguntaba.

La muerte de Isaac me carcomía y mataba día tras día, momento tras momento. Ese asesinato. Esa tremenda navaja atravesando su débil pecho, consumido por el miedo. Esos animales, con sus camisas azules, sus pantalones bordados y sus zapatos de charol. Esos hombres que, amenazantes, le gritaban "puto maricón. Muere". Esa panda de impresentables. Víctimas alimentadas por ese partido político corrupto que te obliga a dejar de ser aquello por lo que con tanta ansia has luchado por ser. Porque sólo así eres feliz.

Mi amigo Isaac murió... Por ser gay.

Suspiré hondo. Pasaban por mi mente los terribles hechos sucedidos aquella noche que salimos por Pelícano, tras que éste volviera a abrir después de la dura pandemia. Mis perdidos ojos denotaban mi falta de disponibilidad en la consulta, y trataban de derramar las lágrimas que aquella noche me cansé de soltar y soltar, consumida por un sagaz temor y una afable angustia. Traté de contenerme mi llanto frente a la psicóloga, incapaz de omitir las palabras que ella anhelaba oír.

–¿Paloma?

Fue en ese momento de pregunta en el que alcé la cabeza hacia ella, levantando también mis cejas. La miré aturdida, suspirando hondo, y preguntándome a mí misma qué podía contestar.

–¿Cuál... Cuál era la pregunta?

–¿Cada cuánto piensas en Isaac?

Alcé la vista a la pared antes de contestarle. Era momento de dejar de evitar una pregunta de la que se podía sacar una obvia respuesta.

–A veces estoy distrayendome con mis amigas, pintando, viendo películas... Pero llega un momento del día en el que, sin ton ni son, me da un bajón. Se produce en el instante en el que él vuelve a mi mente.

La psicóloga se colocó las gafas mientras tenía las piernas cruzadas y me examinó con la mirada. Se la devolví con las cejas levantadas y con muestra de preocupación.

–Tienes que evitar esos pensamientos. Es lo que llevo comentándote toda la consulta. Cuando pienses en Isaac, o hables de él, tienes que aceptar que él ya no estará aquí. No podrá preguntarte qué hablas sobre él, no podrá escuchar tus problemas o preocupaciones... Lloraste todo lo que tenías que llorar. Pero necesitas un procedimiento de aceptación muy grande. Te ayudaré, al menos, a superar la fase de duelo.

–Es muy complicado aceptar que no está aquí. Más por la forma en la que se fue...

–Debes pensar que lo importante, ante todo, es el recuerdo que te lleves. Las personas no son eternas, pero algunas son capaces de dejar un pedazo muy grande de sus almas en nuestros corazones... Él lo que desea, en el cielo, es que sigas conservando ese pedazo de él que te has llevado.

Asentí.

Era mi primer día de consulta, y la psicóloga pensaba ayudarme a terminar una fase de duelo de manera factible y necesaria. La muerte de Isaac no sólo me había dolido. Si no que además, me había descosido hasta tal punto que había empezado a temer por mí misma. La transfobia es casi tan fuerte, o más, que la homofobia. Saber que algún día alguien detectaría que soy una mujer trans y trataría de herirme de muerte por ello, no era algo que me fuese a resultar fácil. Pensaba comentar eso con la psicóloga a medida que las consultas fueran fluyendo.

Los Colores de Las OlasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora