veinticinco

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LEO

Leo no paraba de mirar atrás

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Leo no paraba de mirar atrás. 

Esperaba ver a aquellos repugnantes dragones del sol tirando de un carro volador con una dependienta mágica que gritaba y lanzaba pociones, pero no les seguía nada.

Condujo al dragón hacia el sudoeste. Al final, el humo de los grandes almacenes en llamas desapareció a lo lejos, pero Leo no se relajó hasta que las zonas residenciales de Chicago dieron paso a los campos nevados y empezó aponerse el sol.

—Buen trabajo, Festo —acarició la piel metálica del dragón—. Has estado impresionante.

El dragón vibró. En su pescuezo, los engranajes emitieron unos chasquidos. Leo frunció el entrecejo. No le gustaban aquellos ruidos. Si el disco de control estaba fallando otra vez... No, con suerte era algo sin importancia. Algo que podría arreglar.

—La próxima vez que aterricemos te haré una puesta a punto —prometió—. Te has ganado una ración de aceite y de salsa de tabasco.

Festo rechinó los dientes, pero incluso aquello sonó débilmente. La criatura volaba a un ritmo constante, ladeando sus grandes alas para aprovechar el viento, pero cargaba con demasiado peso. Dos jaulas en las garras más cuatro personas en el lomo: cuanto más pensaba Leo en ello, más se preocupaba. Incluso los dragones metálicos tenían sus limitaciones.

—Leo —Piper le dio una palmadita en el hombro—. ¿Te encuentras bien?

—Sí... bastante bien para ser un zombi al que le han lavado el cerebro —esperaba no parecer tan incómodo como en realidad se sentía—. Gracias por salvarnos allí atrás, reina de la belleza. Si no me hubieras sacado de ese hechizo...

—No te preocupes —dijo Piper.

Pero Leo estaba muy preocupado. La facilidad con que Medea lo había enemistado con su mejor amigo le hacía sentirse fatal. Y esas emociones, el resentimiento hacia Jason porque siempre acaparaba la atención y porque no parecía necesitarlo, no habían salido de la nada. Leo se sentía así a veces, aunque no se enorgullecía de ello.

Sin embargo, lo que más le preocupaba era la noticia relacionada con su madre. Medea había visto el futuro en el inframundo. Por ese motivo, su patrona, la mujer de la ropa de tierra negra, había ido al taller de máquinas hacía siete años a asustarlo y arruinarle la vida. Por ese motivo había muerto su madre: por algo que Leo podría hacer algún día. Así que, de algún extraño modo, aunque sus poderes con el fuego no habían sido los responsables, la muerte de su madre había sido culpa de él.

Cuando habían dejado a Medea en los grandes almacenes incendiados, Leo se había sentido muy bien. Esperaba que ella no escapara y que regresara a los Campos de Castigo, donde debía estar. Tampoco se sentía orgulloso de esas emociones.

Si las almas regresaban del inframundo..., ¿era posible que la madre de Leo volviera? Intentó apartar la idea de su cabeza. Era un pensamiento digno del doctor Frankenstein. No era natural. No estaba bien. Puede que Medea hubiera resucitado, pero no parecía del todo humana, con sus uñas humeantes, su cabeza brillante y toda la pesca. No, la madre de Leo había fallecido. Pensar otra cosa acabaría volviéndolo loco. Aun así, la idea no dejaba de azuzarle, como un eco de la voz de Medea.

ENEMY ², percy jacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora