cuarenta

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JASON

Después de la pelea en el Monte del Diablo, Jason creía que no podría sentirse más asustado ni abatido

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Después de la pelea en el Monte del Diablo, Jason creía que no podría sentirse más asustado ni abatido. Pero en ese momento su hermana yacía helada a sus pies. Estaba rodeado de monstruos. Había roto su espada dorada y la había sustituido por un trozo de madera. 

Disponía de unos cinco minutos hasta que el rey de los gigantes apareciera y acabara con ellos. Jason ya había jugado su mejor baza al invocar el rayo de Zeus en su lucha contra Encélado, y dudaba que contara con la fuerza o la colaboración de arriba para volver a hacerlo. Eso significaba que sus únicos recursos eran una diosa encerrada que no paraba de quejarse, una especie de novia con una daga, un chico enloquecido a punto de asesinar a quien se le cruzara en frente y Leo, que al parecer creía que podía derrotar a los ejércitos de las tinieblas con caramelos de menta.

Y para colmo de males, los peores recuerdos de Jason estaban acudiendo de nuevo a él. Sabía con certeza que había hecho muchas cosas peligrosas en la vida, pero nunca había estado tan cerca de la muerte como en ese momento.

El enemigo era hermoso. Quíone sonrió, con sus ojos oscuros centelleando mientras le crecía una daga de hielo en la mano.

—¿Qué has hecho? —inquirió Jason.

—Muchas cosas —susurró la diosa de la nieve—. Tu hermana no está muerta, si es a lo que te refieres. Ella, Evan y sus cazadoras serán unos bonitos juguetes para nuestros lobos. He pensado descongelarlas de una en una y cazarlas por diversión. Que ellas sean la presa por una vez.

Los lobos gruñeron en señal de agradecimiento.

—Sí, bonitos —Quíone no apartaba la vista de Jason—. Tu hermana estuvo a punto de matar a su rey, ¿sabes? Licaón está en una cueva, seguramente lamiéndose las heridas, pero sus secuaces se han unido a nosotros para vengarse por lo que le pasó a su señor. Y dentro de poco Porfirio se alzará y dominaremos el mundo.

—¡Eres una traidora! —gritó Hera—. ¡Y una entrometida de pacotilla! Tú no vales ni para servirme vino, y mucho menos para gobernar el mundo.

Quíone suspiró.

—Tan pesada como siempre, reina Hera. Hace milenios que deseo haceros callar.

Quíone agitó la mano, y la celda quedó recubierta de hielo, que tapó los huecos situados entre los zarcillos.

—Eso está mejor —dijo la diosa de la nieve—. Y ahora, semidioses, en cuanto a vuestra muerte...

—Tú engañaste a Hera para que viniera aquí —dijo Damian—. Tú le diste a Zeus la idea de que cerrara el Olimpo.

Los lobos gruñeron, y los espíritus de la tormenta relincharon, preparados para atacar, pero Quíone levantó la mano.

—Paciencia, queridos míos. Si quiere hablar, ¿qué problema hay? El sol se está poniendo, y el tiempo está de nuestro lado. Por supuesto, Guerrero del Amor. Como la nieve, mi voz es suave y delicada, y muy fría. Para mí es fácil susurrar a los demás dioses, sobre todo cuando lo único que hago es confirmar sus temores más profundos. También susurré al oído a Eolo que debía decretar una orden para matar a los semidioses. Es un pequeño servicio que hago a Gaia, pero seguro que me recompensará generosamente cuando sus hijos, los gigantes, lleguen al poder.

ENEMY ², percy jacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora