Capítulo VII - Taciturnos.

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La tristeza desoladora de sus almas magulladas, un sinnúmero de sentimientos que los hacían taciturnos.
Sola en la extensión de la tierra, porque como sus padres nadie más.

¿Quién podría amarla más qué ellos?

La vida lapidaba a Larissa desde que poseía memoria.
En una sala de velación con los féretros sellados por la magnitud de las heridas y daños en sus cuerpos, ni siquiera les pudo mirar por última vez, porque sería más atroz y más marcada quedaría.

Cinco años nunca serían suficientes para haber gozado la presencia de sus padres. Trabajaron duramente por darle una vida llena de lujos y comodidades.

La señora Liesel, nodriza de Larissa. Fue contratada desde los tres meses de vida de Larissa. Ella asumió el papel de madre, sin pretender tomar ese lugar.

Abrazó a la niña indefensa, taciturna, vulnerable ante la gélida ausencia de sus padres.

—Lie, ¿mis papás algún día regresarán? —con voz apagada inquirió Larissa—: ¿vendrán por mí?

Los ojos de la señora Liesel se llenaron de lágrimas, abrazó a su pequeña Larissa, tomando aire para poder serenarse y darle respuesta a su niña. Así que tragó saliva y con voz titubeante en medio de gimoteos musitó:

—Mi pequeña Marx, tus papitos están viajando a las estrellas y toma demasiado tiempo en regresar.
Quizá para cuando lo hagan ya seas una adolescente o antes de eso, entonces nos sentaremos tú y yo a tomar el té y te contaré el porqué.

—Está bien, Lie —dijo Larissa y rápidamente le dio un beso a la señora Liesel—: vamos a casa, tengo sueño.

—De acuerdo, mi niña —finalizó la señora Liesel.

Las mentiras son mentiras, pero al menos en ese momento no haría más añicos el impoluto corazón de Larissa.
No podrían suprimir el amargo sabor de boca de una pérdida, mucho menos el sentimiento de incomprensión, melancolía de los siguientes días.

Agonizantes y desorbitantes, Larissa experimentó la más vil despedida, llorando a lágrimas vivas, haciéndose retraída con el exterior, pero entreabriendo su corazón agujereado con la estructura que la mantenía en pie y el vínculo sin necesidad de linaje.

Se sentía sola, aunque Liesel estuviese cada segundo a su lado y la acompañara a dormir, estaba tan alerta vigilando sus sueños, para espantar sus pesadillas.

Larissa recordaba entre sueños y pesadillas el último ósculo y abrazo que le dieron sus padres. Ya no estaba mamá para que le acomodara su manta, ya no estaba papá para que besara su lóbulo frontal y los tres todas las noches pregonando sus te amo.

Ahora solo era ella y Liesel, estando en los momentos más exasperantes de la niña.
Todas las noches Larissa se aferraba a los brazos de su nodriza, pidiéndole que jamás la abandonara. En el día sopesaba la pena, en las noches no había escapatoria.

Una intitutriz que la amaba con toda su vida, una niña sin cabida en el mundo que le estaba tocando vivir, pero sin poder salir, ni huir. No escaparía de la realidad, así le pesara. El destino le había arrebatado a sus padres, no permitiría que le arrancara su paz mental.

Tan cría y madura, tan triste y sin ganas de comunicarle al mundo su sentir, solo alguien podía sacarle las palabras sin insistencia.

—Las estrellas, las caracolas y el océano son tu polo a tierra, lo he percibido cuando vamos al mar y las tomas con premura y ternura. Cuando por las noches me pides que escuchemos la voz de tus padres en las caracolas y que te deje tu lámpara de estrella de mar encendida y al lado la tortuguita hecha en crochet que tejió tu madre. —susurró Liesel, acariciando el cabello de Larissa mientras dormía y añadió—: nos tenemos la una a la otra, sobreviviendo entre miles de almas taciturnas y siendo parte de ellas mismas. —finalizó la señora Liesel.

Crónicas de un alma valiente antes de ser occisa. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora