Capítulo XXV - Extravíos y hallazgos.

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—Cielo mío... creo que estoy encinta —exclamó Suzanne.

—¿En serio, cielo? ¡Si así es, qué gran noticia sería! —respondió Marco y añadió—: vayamos al doctor.

—¿Es necesario? Hay un retraso en mi período de más de quince días.

—Es sumamente necesario, mi bebé —dijo él volviéndose hacia ella—: o mas bien nuestro bebé y tú deben estar sanos.

—Coincido contigo, amor.

Fueron al Hospital, el médico la revisó, ordenó una serie de exámenes y en dos o tres días tendrían los resultados, pero lo más probable es que fuese un resultado positivo por la ausencia de menstruación en Suzanne.
Estaban sumidos en una zozobra abrumadora y una esperanza dichosa.
Los resultados aparecieron y con veracidad estaban esperando a su primogénito. Ya contaban con tres semanas de embarazo.
La ilusión de un amor chiquito, de un amor dulce, de un amor tierno, de la bendición de un amor sublime entregado y consagrado de sus padres.
Cuando cumplieron veinte semanas de la gestación, se asomaron las primeras complicaciones pues la tensión arterial de Suzanne iba en aumento y las cefáleas que la atacaban tanto sin tolerancia a ningún tipo de luz, estaba irritable. Ya no pudo más con el dolor y su esposo tampoco soportaba verla en ese estado. La llevó de emergencias al hospital, allá la canalizaron e intentaban controlarle la tensión arterial, pero cada vez los dolores se intensificaban más y más. Por sus piernas corría la sangre que salía de su vagina. No había consuelo, ni alivio para Suzanne. Su abdomen estaba adherido a unos electrodos del fetoscopio, el cual registraban ausencia de signos vitales en el feto. Este se había desprendido de la placenta. No podían hacerla parir con esa tensión elevada, era la discrepancia del cuerpo médico, unos preferían el parto y otro a través de una cirugía; así que los médicos osados y un poco negligentes corrieron el riesgo de colocarla a parir normal.
Una situación sumamente desgarradora.
Un dolor de parto, un mortinato, unos padres devastados y las ilusiones sepultadas bajo un alud de tierra.

Suzanne soportó el doloroso parto inducido, la pasaron a terapia intensiva intermedia; vestida con bata de maternidad, pero con la pena de alzar a su bebé entre sus brazos con un color cianótico y amoratado por la falta de oxígeno.
En esa habitación los dolores rasgaban las paredes, las ráfagas de aire frío se colaban en sus cabezas y les congelaba el pecho. Las lágrimas no alcanzaban a llenar el mar con tanta pena y dolor. Suzanne pasaría un par de días más en el hospital para contrarrestar cualquier tipo de infección intrauterina y en ningún instante Marco se separó de su lado; los días pesaban, dolían, evisceraban, cargaron a su bebé por última vez y lo llevaron a su morada, regresaron a casa y Marco se acostó al lado de su esposa, solo ellos comprendían su desconsuelo. Con las costillas inflamadas de tanto llorar, el pecho doliendo y sus voces constipadas.

—Llevas días sin salir de la cama, cielo —musitó Marco.

—No tengo deseo de salir de ella. —replicó Suzanne.

—Has comido muy poco y debes recuperarte bien.

—Nada me apetece, nada me devolverá a mi bebé.

—Quizá nuestro bebé no estaba preparado para este mundo.

—Tal vez, pero lo quería aquí a mi lado, en medio de nosotros llorando por las madrugadas cuando quisiese comer.

—Pronto nos repondremos de esta pérdi...

—O quizá nunca... —intervino Suzanne con la vista perdida hacia la ventana que daba hacia el jardín—: jamás lo asimilaré.

Marco la abrazó y siguió llorando con ella, abrazando su dolor, tratando de mantener el de él a raya para no verla decaer más. Suzanne se fundió en el sueño a través de su llanto, Marco aprovechó para prepararle algo de sopa de verduras y comprarle un poco de baklava.
Cuando despertó Suzanne, Marco le dio las sopas en su boca, acompañada de sus medicamentos y la extracción del calostro de sus senos para evitar mastitis.

Con el pasar del tiempo, fueron retomando sus rutinas, se acercaba el otoño, se perdían en las hojarascas rojizas como niños sobre la nieve. El amor mantenía la base sólida en el matrimonio. En el segundo aniversario de bodas o bodas de algodón, recrearon la elegante gala azul, pero aún existía ese temor por concebir y pasar por lo mismo, aunque el deseo era más intenso que el miedo, Suzanne no lograba quedar encinta y su esposo la alentaba diciéndole que pronto sería. Y cuatro años después en su celebración de bodas de hierro Suzanne decidió manifestar el secreto que había estado conservando.

—¡Seremos padres por segunda vez! —exclamó Suzanne.

—¿De verdad? ¿Papás? ¡Sí... papás por segunda vez! —vociferó Marco cargando a Suzanne y dándole tres vueltas—: ¡soy el hombre más afortunado del mundo!

—Eres el esposo más especial de este mundo —Suzanne lo abrazó y continuó—: gracias por ser mi alma entera cuando la mía entre sombras se había extraviado, gracias, amor.

—Gracias a ti, cielo.

Pero en el primer trimestre el feto no se aferró a la vida, segunda pérdida con el sabor más amargo e infernal que pudiesen experimentar. La habitación del bebé nuevamente quedaba vacía y la casa envuelta en sollozos.
El tiempo se fue haciendo dueño de ellos, se habían resignado a gozar de la dicha de ver crecer un hijo; era una resignación falsa porque cada vez que podían lo intentaban y sentían que la vida se les estaba escapando de las manos junto con el sueño más añorable que habían deseado..., ser padres. El tercer intento de gestación marchaba bien, pese que los médicos le habían recomendado estar en reposo absoluto porque era un embarazo de alto riesgo, Suzanne caminaba por todo el jardín y sembraba unas plantas; Marco estaba en la oficina demasiado atareado, cumpliendo reuniones e investigando sobre algunos casos pendientes. De golpe unos cólicos fuertes acalambraban y tensionaban el vientre bajo de Suzanne, palpó por encima de sus bragas y había sangre en exceso, súbitamente en el primer trimestre ocurrió la amenaza de aborto que se convirtió en hecho, Suzanne empezó a pedir auxilio y unos vecinos la trasladaron hasta el hospital, ya estaba partida a la mitad. Ya no podía más. Los vecinos le avisaron a Marco y este salió directo desde la oficina al hospital. Suzanne no quería verlo, estaba enojada con él y no comprendía el porqué, Marco no era el culpable y ella mucho menos. Muchas veces nos empecinamos tanto en obtener algo, así nos cueste cada segundo de la vida y la vigorosidad de nuestra salud. Suzanne ya había estado al borde de la muerte tanta veces con esas gestaciones fallidas y es que debe ser muy difícil de entender y comprender porqué si lo anhelas tanto no llega.

Así que decidieron retomar su matrimonio, vivir solo ellos en la vasta casa, sembrar plantas, visitar la fundación, encarar cada reunión; trabajaban como máquinas; las pérdidas les había enfriado un poco el corazón, se refugiaban en sus regazos, se paseaban por el cuarto amoblado para el bebé con la añoranza de que algún día se llenara. La vida seguía su curso y ellos se dejaban llevar por cada tic tac del reloj.
Recorrieron algunos países europeos y latinoamericanos; hicieron una cuenta de ahorros para su primer hijo, que desde la primera pérdida siguieron depositando el dinero.
Con más de quince años de matrimonio, a mediados del setenta y siete, sin buscarlo, sin forzarlo, quedaron embarazados por cuarta vez, renacía la esperanza, la vida, la ilusión, el amor.

—¡Seremos padres por cuarta vez! Me pregunto si esta vez nos irá bien, si por primera vez arrullaremos a nuestro hijo en nuestros brazos. Tengo muchísimo miedo, Marco.

—También estoy muerto de miedo, pero mi apuesta esperanzadora me da fuerza y convicción para creer que sí. ¡Espero que Dios, la vida o el universo se apiade de nosotros!

—Que así sea, cielo; este chiquito ha venido creciendo bien.

—Sí, viene bien nuestro pequeño —empezó a besar el pequeño vientre de Suzanne y siguió surrando—: ¿Vienes bien? ¡Cierto, chiquito! ¡Dile a mamá que vienes fuerte!

—¿Y por qué le hablas cómo niño? ¿Crees qué sea un varoncito? ¡Bueno el sexo que sea, no importa!

—Así es, cielo. Sea niño o niña, seremos muy felices.

Los meses restantes del embarazo volaron, la hora del parto llegó, el 30 de mayo de 1978, a las siete de la mañana, nació el pequeño Joss, lo alzaron ahí mismo en la sala de parto, le tomaron las medidas antropométricas, peso y talla y lo vistieron de amarillo pollito, lo trasladaron hasta terapia intensiva neonatal porque pese al tiempo de embarazo completo sus pulmones no alcanzaron a madurarse bien.
La felicidad en sus rostros era inocultable, finalmente un bebé con vida. Todo era dicha y regocijo, Marco ansioso en la sala de espera por volver a ver a su pequeño y abrazar a su esposa para acariciar la venturanza de estos meses, de este parto y de este hijo.

Crónicas de un alma valiente antes de ser occisa. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora