Capítulo XXVII - Catarsis.

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La ausencia cada día más se acrecentaba, seguían con sus vidas porque se veían obligados a vivir, no sentía motivos, ni ganas, no hallaban esperanzas. Las estaciones del año cesaban, verano en invierno, otoño en primavera, todo estaba bien situado, pero se sentían desorbitados. Sumirse en los suplicios que ahogaban sus corazones, agrietaban sus huesos y cristalizaban sus ojos.
Orgullo, egoísmo y dolor de por medio, quizá habría remedio, pero no buscaban las maneras de enmendar los errores, cuestiones y apresuradas decisiones.

Era la madrugada del 30 de mayo de 1980, dos años de aquella tragedia familiar que estremeció sus vidas, la pérdida de Joss.
Una mujer tocó la puerta de la casa Marx. Marco se encontraba en el estudio, no podía oír muy bien, así que seguían insistiendo en la puerta, con premura Marco abrió la puerta sin cuestionar quién podría ser a altas horas de la madrugada.

—¡Oh, no! —conmocionado gritaba Marco—; ¡Oh, no! No, no, no... no puedo creerlo; gracias al cielo, eres tú, mi brillante Suzanne.

Marco se postró de rodillas y lloraba como un niño. Ese hogar agrietado podría ser curado. Dos años fueron una eternidad y lo suficiente para hacer recapacitar a Suzanne, perdonarse y retornar a los brazos de su amado que noche a noche y día a día la esperó y rogó a Dios, al cielo y las estrellas porque volviese.
Suzanne extendió su mano y la pasó por la mejilla de Marco diciéndole:

—Así es, soy yo... estoy aquí, de nuevo estoy aquí... en el hogar que dijiste que sería nuestro para siempre —después de una breve pausa continuó—: ¿puedo pasar?

—Eh, sí... adelante, sigue.

Se sentaron en la sala de estar y empezaron a hablar de todos los días sin ellos, un abrazo irrumpió las palabras y reinaba el silencio. Se contemplaban, las lágrimas se escapaban.
Marco se levantó y se encaminó hacia al estudio, sacó un flamante portafolio en la que fue guardando cada carta que mes a mes él le escribía.

—No te olvidé ni un solo día —Marco le dio el portafolio— cada mes a la misma hora me sentaba a escribir sobre ti...

—Cada tarde levantaba el teléfono para marcar, pero siempre terminaba cortando la llamada. El perdón que pueda ofrecerte, jamás va a ser suficiente. Te he herido, nos he destruido. ¡Perdóname, Marco!

—El perdón que yo pueda darte de vuelta, tampoco hará mucho peso; porque debí anclarme a esa puerta y hacerte perder ese vuelo. —resopló suavemente y con cierta nostalgia añadió—: seguimos casados, es lo importante; ya no interesa cuánto tiempo estuvimos separados si nadie más ocupó esos lugares y llenó nuestras almas.

—Mi alma siempre ha estado enlazada a la tuya, mi catarsis fue apartarme del dolor, pero lo llevaba conmigo en cada rincón de mi ser. Sentí que las calles de Frankfurt me asfixiaban y se empeñaban en recordarme cada pérdida. También he sido una cobarde, porque tardíamente comprendí que tú también sufrías y que no solo yo perdía; fui egoísta, perdóname, cielo. Estoy aquí para retomar nuestro amor, para volver a intentarlo, volver a darle alas quiméricas a este sentimiento que en vez de ir muriendo, cada día era más intenso.

—Te amo, Suzanne —expresó con alegría Marco y añadió—: nuestro hogar siempre esperó por nosotros. Nuestros cuatro ángeles nos acompañan siempre y agradezco todo por tenerte aquí de vuelta.

—Amarte es el sentimiento más hialino que he podido sentir, pero te veo un poco flacucho —mofó Suzanne— cocinaré platillos suculentos para ti, amor.

—Es que me ha ido pésimo con la cocina, estoy vivo a punta de pura agua, insípidas sopas de verduras y sándwiches de jamón.

—¡Oh, pobre amado mío! —el rostro de Suzanne se ensombreció un poco y no pudo evitar que una que otra lágrima se escapara—; lo siento tanto, tanto.

—Ya basta, no te disculpes más, ambos sufrimos, lloramos, sangramos y ahora estamos juntos viviendo nuestra catarsis y recuperando nuestro hogar... —Marco se quedó pensativo y exclamó—: ¡Renovemos nuestros votos mañana mismo, qué digo mañana hoy mismo porque ya amaneció!

—Alguien se ha colado en mis pensamientos y me ha usurpado las ideas —bromeó Suzanne y continuó—: por supuesto que sí, este amor merece trillones de oportunidades y más si suceden a tu lado. —Suzanne abrazó fuerte y de manera cálida a Marco—; te adoro, cielo.

En el gran centro histórico Römerberg en frente de la Iglesia San Nicolás y a orillas del río Meno, renovando sus votos y reavivando los sentimientos que habían estado adormecidos. Ambos vestían trajes sencillos de color blanco, Suzanne cargaba un ramo de manzanillas y orquídeas de colores vivos.
Lo más grandioso de todo esto es que vivían tranquilos sin rencores, sin reproches. Un amor de toma y dame todo en manera desmedida. Un alma y dos corazones.
El corazón siempre reconoce donde perteneció, vuelve a mirar con cierto sabor a melancolía y regocijo todo aquello donde amó sincero y encajó sin defectos.

Crónicas de un alma valiente antes de ser occisa. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora