Capítulo 38

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Ezra se negó un par de veces a ir a su habitación a no ser que su padre lo acompañara y se quedara a jugar con él, así que William lo llevó de la mano a la que era su habitación temporal y le acercó un par de autos de juguete que encontró sobre la pequeña cajonera, y un par de golosinas que encontró sobre la mesa de noche pero que no se tomó la molestía de asegurarse de que no contuvieran algo que pudiera dañar a su hijo. Hizo su mayor intento por explicarle que no podía quedarse a jugar con él porque tenía una plática importante con su madre, pero que jugaría en cuanto terminaran de charlar.

De mala gana el niño aceptó y William pudo sentirse satisfecho de saber que podría volver a la sala a cumplir con lo que él esperaba que fuera el plan más importante de toda su vida.

—Escuches lo que escuches, no salgas de aquí hasta que yo vuelva —le pidió a su hijo, esperando con toda su alma que a pesar de su corta edad, él fuera capaz de entender lo que le estaba pidiendo. Luego de verlo asentir con la cabeza y sentarse en el suelo para dedicar el resto de su atención a los juguetes, finalmente salió de la habitación y cerró la puerta.

Caminó por el pequeño pasillo que contenía las puertas de dos habitaciones y un baño, y volvió a la sala, donde se encontró a Walsh parado con la mirada puesta sobre Sara y a ella sentada en el mismo lugar del sillón en el que la había dejado antes de acompañar a su hijo a su habitación.

—Sí que sabes lavar el cerebro, Joseph —halagó con finalidades ofensivas—. Nunca estuviste al tanto de él, ni lo cuidaste, ni te hiciste cargo de todo lo que conllevaba tener un hijo. —Cruzó una pierna sobre la otra y recargó ambas manos en su rodilla—. Y, sin embargo, un día me lo robas, te lo llevas a quién sabe dónde y cuando lo devuelves... él prefiere que seas tú quien lo acompañe a su habitación y no yo —se rió y el presidente tuvo la sensación de que estaba haciendo un esfuerzo por lucir linda haciéndolo.

—¿Celosa de eso? —preguntó simplemente, caminando con tranquilidad hasta pararse frente a ella.

—Para nada —negó, con una sonrisa de lado. Extendió una mano en dirección al sillón frente a ella—. Toma asiento, por favor.

Ellington tomó aire, miró de soslayo el sillón individual que le estaba ofreciendo y terminó sentándose en él. Recargó cada uno de sus brazos sobre los reposabrazos y concentró su vista en ella. No pensaba perderla de vista en ningún momento y esperaba que Walsh tampoco lo hiciera o de lo contrario estaría en problemas... y él también.

—Me sentiría más cómoda si estuviéramos a solas. Tu guardaespaldas me pone nerviosa.

—Yo me sentiría más cómodo si tú estuvieras muerta. Me has alterado los nervios desde el momento que supe de tu existencia.

Sara puso su cara de pocos amigos, haciendo ver que el comentario no le había hecho ni pizca de gracia. En la misma posición en la que estaba, miró al guardaespaldas y luego volvió a mirarlo a él, esperando que su mensaje fuera claro y no tuviera que repetirlo.

—Walsh se queda —enfatizó él con firmeza.

Sara se encogió de hombros.

—Nunca estás tan a la defensiva.

—Tengo mis razones —sacó del bolsillo de la chamarra el pequeño micrófono que había encontrado en el florero y se lo mostró, para luego volver a guardarlo—. Dime dónde está el resto de los micrófonos y muéstrame dónde están las cámaras.

—¿Cuáles malditas cámaras, Ellington?

—Si hay micrófonos, seguramente también hay cámaras —se encogió de hombros—. Apuesto por eso un noventa y nueve punto nueve por ciento.

El Hotel AlecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora