Álvaro: ¡No, no! Aunque desde luego te perdono por haber llegado a esa conclusión. Después de todo, es lo más natural, soy un viejo malévolo y mentiroso. Cuento mentiras, mentiras grandes... como la de que mi hijo tiene una amante que se llama Elisa a la cual visita dos veces por semana. Para ponerte celosa, ya sabes, de ese modo comenzarías a verlo de nuevo como a un hombre muy sexy, tal y como lo veías antes. ¿Qué te parece? (arqueo una ceja)
Victoria: Lo siento, pero tu hijo mismo me contó que tenía una amante así que no vas a engañarme fingiendo que era otra de tus mentiras (dijo molesta)
Álvaro: ¿Te lo dijo él? (sorprendido) Bueno, a veces Ángel se parece a su padre en sus métodos. Se ve que decidió ponerte celosa como lo estuvo él (se encogió en hombres)
Victoria: ¿Ponerme celosa a mí? (dijo irónica) Lo siento, pero no voy a quedarme aquí para escuchar cómo lo enredas todo (contestó dirigiéndose hacia la puerta) Eres demasiado intrigante, Álvaro
Álvaro: Pero consigo hacerte dudar, ¿no es cierto? (levanto las comisuras de sus labios en una sonrisa) Tu propio sentido de la justicia te hará ahora preguntarte si tienes derecho a condenar a mi hijo sin haberlo escuchado primero (al escuchar eso, Victoria salió de ahí)
¿Sería eso cierto?, Se preguntó Victoria impaciente por centésima vez aquel día. Caminaba sola a lo largo de la playa. Solía hacerlo desde que Ángel se había ido, a pesar de que no hiciera buen tiempo. Los días se hacían largos y fríos sin él. Lo echaba de menos. Y le dolía. Quería que volviera a casa porque, a pesar de todas sus intrigas, Alfredo tenía razón: no podía condenarlo sin haberlo escuchado primero. Además, ¿qué podía significar un ligero beso en público? De pronto comenzó a llover. No era una lluvia fina, era un diluvio. Corrió para resguardarse. Cuando llegó a la casa, estaba empapada. Bajó la cabeza para no mojarse la cara y comenzó a subir las escaleras a toda prisa. No se dio cuenta de que alguien las bajaba al mismo tiempo con un paraguas abierto hasta que no tropezó con él. Gritó y estuvo a punto de caer hacia atrás, pero alguien la sujetó. Entonces levantó la cara. Unos ojos negros de cazador la miraban. Era Ángel. Había vuelto a casa. Tropezaba con él bajo una lluvia torrencial. Y no pudo evitar recordar que esa experiencia ya la había vivido. Sintió tal emoción que las lágrimas llenaron sus ojos. Entonces dijo algo que ni ella misma sabía que iba a decir.
Victoria: Deja caer tu cartera, Ángel (dijo con su voz dulce)
Él se puso tenso y comprendió de pronto. Llenó el pecho de aire y sus ojos cambiaron, se ensombreciéndose mostrando casi una expresión de dolor. Se quedó ahí inmóvil, en silencio, sin respirar. Ambos permanecieron sin respirar durante lo que a Victoria le parecieron siglos. Sintió cómo su mente y todo su interior se hacían añicos. En esa ocasión, era ella la que rogaba, era ella la que exponía sus verdaderos sentimientos ante él. Con aquellas impulsivas palabras era ella quien le pedía que comenzaran de nuevo. Y la mirada dolorida de sus ojos le decía que acababa de cometer una terrible equivocación. Miró hacia otro lado comprendiendo desesperada su error. Él respiró por fin con gran esfuerzo mientras su cuerpo temblaba y, levantando una mano para agarrarla, murmuró:
Ángel: Vamos, hay que resguardarse de la lluvia (dijo haciendo una pequeña señal con la cabeza)
Subieron juntos el resto de las escaleras mientras él sujetaba el paraguas para los dos. Ella temblaba horrorizada ante lo que había hecho, incapaz de articular una sola palabra más. Él la guio hasta el baño y una vez allí le ofreció una toalla para secarse.
Ángel: Quítate esa ropa mojada y sécate (dijo volviendo al dormitorio)
Cuando Ángel entró de nuevo en el baño llevándole su bata ella temblaba, pero no de frío sino de miedo ante su propio y estúpido impulso. No podía ni siquiera mirarlo. Él no dijo nada. Sólo le sujetaba la bata para que se la pusiera y esperaba para secarle el pelo con el secador. Entonces ella se dio la vuelta para agarrarlo y secarse y él por fin habló:
Ángel: Yo lo haré. Echa el pelo para delante (dijo tomando el secador)
Estaba demasiado avergonzada como para discutir, así que obedeció. Él comenzó a secarle el pelo. Victoria no dijo nada, no podía. Ni él. Y la tensión entre ambos creció y creció hasta que, justo cuando creía que ya no podría soportarlo más, él apagó el secador. Estaba de pie delante de él en el repentino silencio que los rodeaba. Tenía la cabeza aún inclinada y el rostro escondido tras la mata de pelo. ¿Por qué había dicho una locura como aquélla?, Se preguntó a sí misma dolida. No había sido esa su intención, no era eso lo que quería decir. Se sentía como una estúpida. Pero lo peor de todo era que sabía que le había dejado a él atónito, le había puesto en tal situación que... De pronto algo cayó al suelo. Sus ojos, inundados de lágrimas, se fijaron de pronto en aquello mientras Ángel se marchaba en dirección al dormitorio. Era la cartera. Se quedó mirándola, llorando. Luego se inclinó a recogerla mientras lentamente se iba haciendo a la idea de lo que aquello significaba. No cabía el error. Ángel había comprendido perfectamente. Aquella era su rama de olivo. De él para ella y de ella para él. Una maravillosa y hermosa rama de olivo. Al salir del baño, él estaba de pie al lado de la cama, de espaldas a ella con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos. Sus piernas, temblorosas, apenas la obedecían.
Victoria: Disculpe (murmuró con voz temblorosa) ¿se le ha caído a usted esto? (preguntó ofreciéndole la cartera)
Él se dio la vuelta con la cabeza baja, aún en la misma actitud. Se quedó ahí parado, mirando la cartera, sin decir nada.
Victoria: ¿Ángel? (lo llamó con los ojos brillantes llenos de lágrimas)
Por fin él levantó la mirada. Sus ojos estaban oscurecidos.
Ángel: ¿Sabes el efecto que me causó la primera vez que tú estuviste así de pie delante de mí? (dijo mientras sus ojos se ponían cristalinos)
Ella asintió. Sus labios temblaban mientras pensaba en la respuesta a aquella pregunta. Él le había contado que en ese momento fue cuando se enamoró, que había sido un flechazo.
Victoria: A mí me pasó lo mismo (susurró)
Ángel: Bueno, pues eso no fue nada comparado con lo que siento en este momento por ti. Nada, ¿comprendes? (pregunto)
¿Comprendía?, Se preguntó Victoria. Esperaba estar comprendiendo correctamente.
Victoria: Toma la cartera, Ángel, por favor (le rogó)
Ángel: Primero necesito tu perdón (asintió él)
¿Su perdón?, Se preguntó Victoria. ¿Su perdón por no creer en ella o su perdón por Elisa? Victoria no preguntó.
Ángel: Es para pedirte perdón para lo que he venido. Sea lo que sea lo que decidas sobre nosotros necesito que me perdones (dijo con voz temblorosa)
Victoria: Tienes mi perdón (contestó, Siempre tendría cualquier cosa que quisiera pedirle con tal de que la siguiera mirando de ese modo) Lo que quieras. Pero toma la cartera. Necesito que tomes la cartera (mantuvo firme la cartera ante el)
Él respiró profundamente y por fin tomó la cartera, pero inmediatamente la dejó a un lado y la agarró a ella. Después de aquello, Victoria no estuvo segura de qué sucedió, ni de sí lo que ocurrió fue obra suya o de él, pero de pronto sus brazos lo rodeaban por el cuello y sus piernas por la cintura, y se besaban hambrientos, con impaciencia, se devoraban el uno al otro mientras él la llevaba a la cama. La bata cayó al suelo. Victoria lo agarraba fuertemente, como si su propia vida dependiera de ello. Fue salvaje, un frenesí de besos en el que sus manos la acariciaban y abrazaban amoldando su cuerpo al de él, ambos respirando y jadeando sin control.
ESTÁS LEYENDO
FRUTO DE LA TRAICION
RomanceVictoria y Ángel se enamoraron desde el primer momento en que se vieron, se casaron por que querían pasar el resto de sus vidas juntos, pero el padre de él no aceptaba el hecho de que su hijo se hubiera casado con Victoria, así que para separarlos i...