Capítulo 18. -Colibrí.

70 16 55
                                    

Quédate en estos caminos, nos encontraremos, lo sé. Quédate, mi amor. Nos encontraremos, lo sé; lo sé.

Stay On These Roads. A-Ha.

Una parte tan maravillosa y sorprendente, solo es merecedora de esta canción; una con mucho sentido y emociones diversas. Programa: Stay On These Roads, de la banda noruega, A-Ha.

Jordan.

Mientras mi pecho subía y bajaba, doblé mi cuerpo a la mitad con las palmas extendidas en los muslos, tratando de recuperar el aliento. Aquello se sintió como correr 10K de maratón, no quería que se fuera sin escucharme. Y me sorprendió que no estuviera en el tocador.

Al llegar al sitio indicado, tragué saliva previo a acercarme, pese al nudo en la garganta, traté de no respirar. Sigiloso, la observé, no buscaba ahuyentarla; no antes de hablarle con el puto corazón en la mano.

Por fortuna, ahí estaba, tan triste que hasta apoyó la frente en un muro, y yo me quise abofetear. Cómo pude ser capaz de hacerle tanto daño cegado por mis malditos prejuicios y estupidez.

Era como una fotografía; uno de esos cuadros que no puedes dejar de ver, porque te hipnotizan. Y por dentro mi voz le gritaba «Quédate conmigo...» Aunque fuera una locura solo pensarlo.

A decir verdad y guiado con una mediana certeza, lo que había entre esa chica y yo, superaba el umbral de la atracción, era mucho más que un contacto humano. Aquello podía explicarse como el resultado de una rara forma de conectarnos. Un lenguaje secreto que nos pertenecía solo a los dos.

Cuando alcé los ojos, noté que las luces que provenían de la calle se colaban diáfanas por entre los cristales de una pequeña ventana, justo encima de ella, al formar un cilindro que desdibujaba su delicada figura.

En medio de la penumbra, como un lobo al acecho. Me recargué contra un muro, mi respiración se agitó, casi podría asegurar que mis ojos brillaban.

No pude evitar poner la mano sobre mi pecho. Ya no podía negarlo más: todo en mi pequeño mundo era acerca de ella y cada cosa que hacía para mantenerme interesado.

Jamás me había doblegado frente a una mujer, ya fuese que yo estuviera en un error o no. Era la primera vez que corría detrás de alguien para disculparme. De algún modo, el colibrí de difuminados colores me atrapó, ese hecho la volvía especial, y tuve miedo de aquella reveladora reflexión.

A pesar de que lloraba, y me conmoví, hubo algo más que llamó mi atención. Sin quitarle los ojos de encima, temiendo que se esfumara como un sueño, sentí un escalofrío, recorrerme la columna, al cuestionar a mis pensamientos

¿Qué demonios pasaba conmigo?, ¿por qué me importaba tanto?, ¿en qué me estaba convirtiendo?, ¿por qué esa chica desconocida me alteraba la sangre de esa manera?

Sin poder explicarlo, algo me hizo entender que era un regalo que la vida le daba a un idiota como yo, alguien cuya actitud distaba mucho de aquellas cosas que mi madre me enseñó con respecto a las mujeres.

Dios, si alguien hubiera presenciado esa escena, seguro habría estado de acuerdo conmigo. Puesto que aquello de ahí era una visión hermosa, clara, nítida, pura.

Ella parecía un ángel, perfecto, pequeño y escurridizo, igual que un colibrí, que me robó una sonrisa de idiota baboso. Y debo agregar que aquello jamás pude borrarlo de mi memoria.

Entonces me armé de valor, y busqué las palabras correctas para abordarla. Con honestidad, no sabía bien de qué manera hacerlo, porque su carácter era tan impulsivo como el mío, sin contar que nunca fui un romántico.

Si Tú Me AmarasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora