Hernán se reía en la moto. —No es tan lejos —dijo—. ¿Cómo no viniste nunca? No le contesté. Yo ya no salía ni al almacén. —Estamos cerca, ya llegamos a la ruta. Eso lo sabía. Ruta 8. También sabía de esas ferias que habían abierto hacía un par de años, pero ir, no había ido nunca. —¿Vamos a la Mega o a Fericrazy? Me reí. —Qué sé yo. A la que te guste más a vos. «Mega» decía en un cartel enorme que daba a la ruta, y llegaba a verse un estacionamiento al palo de motos, autos, personas. La ruta estaba hecha mierda. Nos la pasamos esquivando agua, barro, basura. —Vamos a esa —le dije, señalando la zona en donde paraban los colectivos y se veían bajar familias sonrientes. Estacionó la motito lo más cerca de la entrada que pudo y nos bajamos. Hernán quería decirme algo, pero había tanto ruido que no lo escuchaba. —Adentro —le dije, y empezamos a caminar. Un galpón enorme. El suelo era de cemento. No había plantas de verdad, solo unas horribles de plástico. Tuve la impresión de que nunca había estado tan alejada de la tierra. No me gustó. Abrí la mochila y, como si fuera un juego, se la mostré a Hernán, solo un segundo. Abrió los ojos enormes: —¿De dónde tenés tanta plata vos? —Tengo y ya. ¿Qué te importa? —le dije con una sonrisa. —¿No habrás salido a meter caño, nenita?
Los dos nos cagamos de la risa. —Vamos a hacerla volar —le dije, mientras levantaba unos billetes de 500 y los agitaba en el aire. Hernán se rio. —De una —dijo, y me guiñó un ojo. Caminamos. Había cuatro filas de puestos, uno al lado del otro. Los pasillos entre las filas estaban llenos de gente. Todos parecían contentos. En una de las esquinas vendían golosinas como si fuera la plaza: garrapiñada, pochoclo, maní con chocolate. Agarré un algodón de azúcar e intenté pagar con un billete de 500. «No tengo cambio», me dijo la mujer que atendía. Hernán sacó un billete de veinte y se lo dio. Yo me guardé el mío. —Me vas a salir cara, nenita —dijo, y me agarró de la mano. Me pareció raro, pero me gustó. Me llevó hasta un puesto de cerveza en donde el flaco que atendía vaciaba las botellas en un vaso descartable. Cada vaso era un litro para las manos que lo esperaban. «Dos», pedí yo y pagué. Guardé el vuelto y seguimos avanzando. Tenía un algodón de azúcar en una mano y un litro de birra en la otra. Nos paramos en un puesto enorme. Una al lado de la otra colgaban tiras de películas desde los lados y en el frente. Había cajas llenas de CDs y DVDs y mucha gente mirando las cajas. Los sobres de las películas estaban organizados en Nacionales, Estrenos, Comedia, XXX, Terror. —Siempre te llevo de estos —dijo Hernán, mientras me mostraba dos cajas. Le dio un trago larguísimo a su descartable. La primera era «compilados» y había una mina en tanga roja con el gorro de Papá Noel. La otra solo decía «latinos». Empecé a buscar en esa. Daba vuelta los sobres para leer los temas. Separé tres. Hernán me los pidió para ver también la lista de canciones. Nos miramos, nos reímos. —Tenés la boca llena de pegote rosa —dijo y yo sentí la birra en mi cabeza. Me chupé los dedos para que no se quejara también de mis manos pegoteadas. —A ver —dijo y se acercó. Me dio un beso largo y sentí una mezcla azucarada de labios, cerveza y su lengua suave que me encantó. Quería seguir, pero Hernán se despegó. —Mejor miremos los CDs, que tu hermano me va a matar. Nos reímos. Al Walter, ¿qué mierda tenía que importarle? Terminamos eligiendo cinco CDs y Hernán agregó una película de terror.
Me dijo que más tarde, si no había nadie, la íbamos a mirar en la Play. Yo le contesté que mejor comiéramos algo. Pagamos, nos dieron todo en una bolsita, que metí en la mochila, y nos fuimos para los puestos del fondo. Hernán se tomó toda la birra. Como la mía todavía estaba por la mitad, se la pasé. Pedimos dos Patys con queso y papas fritas. No tuvimos que esperar mucho. Comimos con los dedos, sentados en una mesa para dos. Como no vendían cerveza ahí, solo gaseosas, no compramos nada para tomar. Nos arreglamos con lo que quedaba en mi vaso. —Las papas están re ricas —dijo Hernán los dos segundos que tuvo la boca libre—. ¿Vamos a tu casa? Le contesté que sí con la cabeza. ¿Adónde íbamos a ir, si no? Pero pensé en mi hermano. Ni siquiera le había avisado que me iba con Hernán. —Antes comprémosle un regalo al Walter —le dije y él enseguida se copó. No sé si el olor de las hamburguesas venía de las nuestras o era el aire que estaba lleno de humo. El galpón enorme que era la Mega no tenía ninguna ventana y se salía por el mismo lugar por el que habíamos entrado. El humo de la comida moría contra nuestros cuerpos y contra la ropa que colgaba de los percheros de los puestos. Si le llevábamos algo al Walter, nos llevaríamos también parte de todo eso.Ese pensamiento me gustó.

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COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA