Me quedé un rato sola, hasta que me dieron ganas de irme. Tenía la cabeza cargada de las palabras que escupía la cumbia, pero no de su alegría. Me sentía aturdida también y las piernas me hormigueaban. Caminé hacia la salida. Había un corredor oscuro que parecía un túnel. Lo pasé despacio, como si no estuviera segura de que tenía que irme. Cuando salí de El Rescate, era tan de noche que no me di cuenta de si lloviznaba o si se trataba del rocío que cae un rato antes del amanecer. Esperaba ver el camino de palmeras que daba a la ruta 8, dos filas de palmeras flacas que vivían entre baldosas y ruido de camiones, pero los reflectores me dejaron ciega, así que, para avanzar, tenía que mirar el piso. Caminé así varios metros hasta que volví a levantar la vista y entrecerré los ojos para enfrentar las luces. Había mucha gente yendo de aquí para allá, nerviosa, y más adelante se estaba armando un amontonamiento alrededor de algo como cuando hay un accidente. Aunque me fastidiaba, tenía que pasar por ahí sí o sí. Caminé rápido, empujando para cruzar lo más pronto posible, y vi que había canas tratando de contener a la gente y, más allá, una persona tirada en el suelo con un charco de sangre alrededor. Me acerqué a mirar. Primero reconocí la campera negra con tachas y la calavera y después la cara de Hernán. Alguien me agarró de la muñeca. —¿Qué mierda hacés con estos negros? Era Ezequiel. Todavía tengo tatuada, en mi cabeza, la cara de orto que puso cuando vio que yo estaba ahí. Nunca lo había escuchado llamarnos «negros». Mientras me vomitaba todo su enojo, Ezequiel me agarró de la mano y cruzamos el vallado que sus compañeros estaban poniendo. No sé adónde quería llevarme, pero le di un tirón de la mano y me quedé parada para que entendiera que más de ahí no me iba a mover. Me acerqué a Hernán. El dolor me ayudó a caer de rodillas, al costado de su cuerpo. —¿Lo conocés? —me preguntó Ezequiel. No le contesté, pero tampoco le solté la mano. Ni siquiera la solté cuando estiré la otra para acariciar, como un todo, cuerpo y suelo. La dejé apoyada junto a la campera negra, mirando el parche de la calavera para evitar mirar a Hernán. Después arranqué algo de tierra seca, quebrándola, como se arranca de la vida de una un amigo cuando muere. Tenía ganas de hablar, no sé si a la tierra o al cuerpo de Hernán, pero le apreté más la mano a Ezequiel y me levanté. No escuchaba nada. A los mirones los estaban sacando los otros yutas, pero costaba, no se querían ir. Y yo, mientras, unas ganas de hablar que me lastimaban la garganta. Pero si hubiera hablado no podía tragar tierra. Aunque el silencio raspara hasta el alma. Sentía frío en todo el cuerpo, salvo la mano caliente que agarraba la de Ezequiel. Guardé la otra en el bolsillo, apretando la tierra como un tesoro. Me di cuenta de que la gente me miraba. ¿Habrá dicho, alguno, «Cometierra»? No escuchaba, pero veía, sí, toda esa nube de ojos agrandados como agujeros. Detrás del rímel corrido y las caras sin dormir, mezcladas, la pena y la bronca. Y algo nuevo: el miedo. Ezequiel me sacó de ahí, me llevó hasta su auto, abrió la puerta del acompañante, me sentó y cerró la puerta. Todavía me parecía sentir los ojos de la gente mirándome. —Esperame acá. ¿De qué tenían miedo? ¿De mí? Hernán, que se había alejado a tiempo la primera vez, ahora estaba muerto. Nunca había vuelto. Fui yo la que, sin buscarlo, había ido a su encuentro. Esperé un poco a que Ezequiel se alejara y me puse en la boca el pedazo duro de tierra. Sabía que iba a lastimarme.
Cerré los ojos. Se hizo de noche solo un momento. Después empecé a ver.

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COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA