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La plata en mi bolsillo no podía ponerme contenta. Aunque había tratado con todas mis fuerzas, había fallado. María podía morir esa misma noche. Su madre solo me dijo «volvé» y, acercando mi cuerpo al de ella, me puso un fajo de billetes en las manos sucias con su tierra. Íbamos en el auto sin decir nada. Ezequiel también parecía triste. Ninguno de los dos abría la boca. Me miré las manos. De las ganas de salir corriendo ni siquiera me las había lavado. La fuerza enorme para no llorar me había obligado a salir rápido de la casa. Saqué el fajo de billetes atados con una gomita, lo miré y me acordé de mi vieja y de cómo se enojaba si tocábamos plata a la hora de comer: «Lávense la roña de las manos —nos decía—, que eso está lleno de gérmenes». Mis manos ahora estaban más sucias que todos los billetes del mundo. Las abrí tanto que el fajo estuvo a punto de caerse entre mis piernas. Ezequiel me miró y dijo: —Comprate algo. No le contesté. —Te los ganaste —insistió—. Comprate algo que hayas querido siempre. Algo para vos. Mi única respuesta fue girar la cabeza para mirar por la ventanilla, como si eso pudiera sacarme del auto, del día, de mis manos sucias, de mi cuerpo y del embrujo de la tierra. «Algo para mí», pensé. Me miré el tapado de la chica del Walter. Las cosas en casa estaban ahí, se usaban y punto. Jamás hubo cosas para mí. Al rato, nos cruzamos en una esquina con un negocio de toallas y sábanas. —Pará acá —dije despacito al verlo, pero él siguió de largo—. Pará acá —repetí con fuerza. Bajé del auto y me puse a caminar hacia el negocio. Ya era casi mediodía. El sol se estaba nublando y empezaba a hacer un poco de frío. El tapado, muy lindo, era de una tela finita que no abrigaba nada. Pura facha. Cuando llegué, empujé una puerta de vidrio y entré. La chica parada detrás del mostrador no parecía tener muchas ganas de atenderme. —¿Viste alguno en la vidriera que te guste? No había visto la vidriera. —Quiero una toalla grande, para mí. Me miró como si mirase a un marciano y se metió para adentro del local. Después trajo una pila. —Toallones —dijo. Apoyó en el mostrador uno rosa, que no toqué, otro del color de la tierra, que menos. El último era del violeta oscuro de una botella de vino. Le pasé la mano para acariciarlo y era alto toallón. Lo levanté, pesaba. Me lo probé envolviéndome el cuerpo y me encantó. No sé qué le habrá caído peor, si mis manos llenas de tierra o la pila de billetes atados con una gomita que saqué del bolsillo del pantalón, pero me dijo, como con asco, «viene con esta toalla». La toalla mucho no me importaba, pero le dije «bueno» y la chica soltó un precio que me pareció bien. Desaté el fajo de billetes y empecé a contar. Me veía las manos con tierra pero no me daba vergüenza. Solo pensaba en pagar e irme. Cuando terminé, le pasé la plata a la chica, que se llevó todo para adentro de nuevo y después reapareció trayendo una bolsa grande con un moño rosa. Primero odié la bolsa, pero después pensé que era un regalo, el primer regalo que me hacía con mi plata, y me gustó. Quise estar ya en mi casa, bañarme y limpiar con agua bien caliente la mugre y la tristeza de mi cuerpo y envolverlo con ese toallón que iba a ser mío. Ezequiel me estaba esperando afuera. Miró la bolsa y sonrió, pero por suerte no dijo nada. Nos pusimos a caminar hacia el auto. Yo iba con la vista baja, pero algo me llamó la atención. Levanté la cabeza, apenas, y leí «herrero», y después un nombre, «Francisco», y un número de teléfono, todo dibujado con hierros retorcidos que formaban una reja apoyada contra una pared gris. Era una casita gris, del color de los materiales secos, pero el hierro la hacía diferente de las demás. Por un segundo imaginé a un hombre con un soldador y uno de esos cascos que tapan toda la cabeza y hacen que el fuego no entre en los ojos. Arriba de la reja, colgado de la pared, había otro mensaje, escrito con la crueldad del hierro: carga tu cruz. El corazón me pegó una piña desde adentro. Sentí como si una mano invisible, de hombre fuerte, apretara mi cuello para asfixiarme. Me clavé a la vereda para mirar todo junto el frente de la casa. Leí: carga tu cruz que yo cargaré la mía. No me salían las palabras. Donde la fuerza del metal se pegaba al gris de las paredes una puerta empezó a abrirse. Era tan vieja la madera, que se trababa. Una mano la empujó para que se abriera justo lo necesario para salir. Apareció un hombre viejo arrastrando una estructura de metal que llevó hasta lo que parecía la entrada de un garaje. Era él. Después de dejar la estructura, el hombre se frenó para recuperarse del esfuerzo, levantó la vista y nos vio. Nos separaba una reja de hierro, pero igual me miró primero a mí y después a Ezequiel. A él le sonrió, apenas, y enseguida se dio vuelta para meterse de nuevo por la puerta y encerrarse. Su mano empujó la madera con un sacudón profundo. La estructura tenía colgado algo, un precio quizás, pero no llegué a leer. Mis ojos quedaron clavados en la puerta. Pensé que iba a volver a salir, que habría ido a buscar otro trabajo. Pensar en verlo de nuevo me dio pánico. Todo se me hizo imposible, como en un sueño. Dejé de mirar la puerta de madera a través de las rejas y lo miré a Ezequiel. Levanté el brazo, señalé hacia la puerta y recién entonces pude hablar: —Acá adentro está María.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora