32

89 3 0
                                        

Fue como un trance, algo me llevó. No sé cuánto duró ni qué pasó bien, porque fue como ir quedándome dormida en el fondo del agua. Dormir ahí, sentir el agua dulce entrando como una droga en mi cuerpo me gustaba, pero él me sacó. Cuando desperté, estaba en una cama. No era la mía, ni la de la cabaña, ni la de ningún lugar que reconociera. Ezequiel estaba conmigo. Al principio no le hablé, ni lo miré, pero sabía que estaba ahí. Podía olerlo. Sentirlo moverse tratando de no hacer ruido. No era cualquier rati, era el rati que me cuidaba a mí. Me quedé quieta, ojos cerrados. Las sábanas eran duras, raspaban como un cartón contra mis piernas, más dormidas que yo. Abajo del agua no me habían servido de nada. Todavía no quería que me hablaran. Sentía, a través de los párpados, la luz. Una luz para enfermos. Me quería ir de ese lugar de mierda. Ezequiel me sacó. Me salvó. Yo ahora quería saber qué había pasado con la chica del agua. Si había alguna noticia. Pero no quería abrir los ojos, la boca menos. En mi cabeza todavía estaba el ruido del agua y el frío que lastimaba tanto. Abrí los ojos, la luz de nuevo. Ezequiel me vio, se acercó, me apoyó la mano en el brazo. Quise decirle que estaba bien, que mejor nos fuéramos de ese lugar horrible, que quería volver a mi casa, pero sobre todo que lo quería a él, pero no me salía nada. —Ya pasó todo —me tranquilizó—. El cuerpo apareció esta mañana. Ahogada. «Ahogada», dijo, y volvió el frío.
Ya no traté de hablar. Me aflojé, dejé caer la cabeza en la almohada. Cerré los ojos. Ahogada. Era todo cierto. Me pareció poco. Me dio bronca. Ahogada.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora