—Papas fritas, muchas… Y una milanesa. ¿Hay? La comida que pedí, que era la que más me gustaba, era la comida de todos mis cumpleaños. Me levantaba de la cama, me ponía algo en los pies para que no me cagaran a pedos, y salía de la pieza buscando a mi vieja. Encontraba la canilla bien abierta, el chorro de agua dando con fuerza en una montaña oscura de papas. Con el agua, la tierra se hacía barro y empezaba a desprenderse como un río turbio que se iba por el desagüe de la cocina. En esa época yo sabía muy bien pelar papas a puro Tramontina, pero en mi cumpleaños no las tocaba. «Las preparo yo», decía mi vieja y me alejaba un poco con el brazo, pero al rato yo estaba parada ahí de nuevo. Me gustaba mirarlas cortadas, me gustaba mirarlas friéndose. Me gustaba oler. Las milanesas, una para cada uno. A veces el viejo no llegaba para la cena y mamá guardaba su milanesa en un plato entre dos papeles del rollo de cocina. Pero las papas fritas no. «Que se cague», decía ella y el Walter y yo nos moríamos de la risa. Esos eran los mejores cumpleaños del mundo. Ezequiel pidió carne de no sé qué y ensalada. ¿Ensalada? Me hizo reír. Había de todo en ese lugar y el tipo pedía unas lechugas. —¿Y para tomar? —preguntó la que atendía, una chica de pelo lacio que tenía un par de años más que yo y anotaba todo en una libreta casi sin mirarnos. Ezequiel pidió una cerveza que yo no había tomado nunca. Una negra de una marca rara. La trajeron de toque, helada. Todo me gustaba de estar ahí, de sacarme la tristeza de la tierra en el cuerpo con papas fritas y birra. —Sabés que tenemos que volver, ¿no? —dijo Ezequiel cuando iba por la mitad del vaso.
Yo le dije que sí con la cabeza. Eso lo sabía muy bien. María estaba viva y yo no sabía cómo hacer para averiguar en dónde. No necesitaba volver a tragar tierra para que me llegara el terror en sus ojos abiertos. Su tierra todavía estaba en mi cuerpo. —Ahora estoy muy cansada —le dije, mientras traían una bandeja plateada llena de papas fritas. —Sí, ya lo sé. Comamos, te llevo a tu casa. Estiré la mano y agarré una papa. Me habían puesto un juego de cuchillo y tenedor de acero envueltos en una servilleta de papel. Pero yo quería tocarlas. Meter los dedos en la fuente de las papas. Estaban calientes, pero no tanto como para quemarme la mano. Agarré una, la mordí y recordé el gusto de esas papas cortadas gruesas, que de lo blanditas que eran parecía que tuvieran puré adentro. Le salía humo y volví a morder. Por ese éxtasis andaba cuando Ezequiel dijo: —Mañana te paso a buscar. Vengo en mi auto. No quise mirarlo. Estiré la mano y seguí con las papas fritas.

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COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA