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La casa de María era linda. O, en todo caso, mucho más linda que la mía. No sabía dónde estábamos y tampoco quise preguntar. Ezequiel y su tía me miraban como esperando que les dijera algo y yo, sin saber qué decir, me asomaba por la ventana para mirar el pasto, la tierra. Al rato, la mujer me comentó que a su hija le gustaba tomar mate afuera, mientras leía las fotocopias de la escuela de enfermeras. Casi se puso a llorar. Le dije a Ezequiel que se quedara con su tía y salí. Como la puerta estaba abierta, solo tuve que empujar una puerta mosquitera que me resultó pesada. Era un terreno más chico que el mío, pero nada crecía libre ahí. El pasto cortado y sin yuyos, las plantas chicas, en macetas y canteros, que apenas me llegaban hasta las rodillas. Empecé a dar la vuelta a la casa, buscando algo, no sabía qué. Sentí que se abría y cerraba la puerta mosquitera. Enseguida vi que Ezequiel y su tía se acercaban. —Vení que te muestro —me dijo ella. Y después—: Ahí. Ahí se sentaba mi hija a tomar mate y estudiar. Señaló un lugar del terreno similar al resto, solo que había un tronco cortado y alrededor el pasto estaba un poco más largo. Moví el tronco y abajo aparecieron un par de bichos bolitas y un ciempiés, que empezaron a moverse. El tronco quedó dado vuelta, con la parte húmeda que había estado apoyada en la tierra de cara al sol. También en esa parte del tronco había unos bichos vivos, que se quedaron inmóviles y atontados por esa luz que no se esperaban. Abajo, limpia de verde, estaba la tierra. Les pedí que se fueran y esperé. Nunca más iba a querer que me viesen comer. No me moví hasta que volví a escuchar la puerta mosquitera. Pude, estando sola, sacarme las zapatillas, sentarme, pasar la mano por la tierra, volver a sentirla en mis piernas. Devolver, por un rato, mi cuerpo al suyo. No cerré los ojos, pero pensé en la foto de María que me había mostrado Ezequiel. Era una chica linda, de pelo negro. Sonriendo era hermosa. Pensé en los enfermos contentos de que les tocase una piba así. Al principio la tierra es fría, pero en la mano y después en la boca entra en calor. Separé un poco y lo levanté. Me lo llevé a la boca. Tragué. Cerré los ojos, sintiendo cómo la tierra se calentaba, cómo me quemaba adentro, y volví a comer un poco más. La tierra era el veneno necesario para viajar hasta el cuerpo de María y yo tenía que llegar. Me acosté en el suelo, sin abrir los ojos. Había aprendido que de esa oscuridad nacían formas. Traté de verlas y de no pensar en nada más, ni siquiera en el dolor que me llegaba desde la panza. Nada, salvo un brillo que miré con mucha atención hasta que se transformó en dos ojos negros. Y de a poco, como si la hubiera fabricado la noche, vi la cara de María, los hombros, el pelo que nacía de la oscuridad más profunda que había visto en mi vida. Solo que la tierra no abrazaba su cuerpo. Eso me gustó. Tenía un vestido claro sobre la piel que la hacía verse más joven. Estaba acostada en algún lado. Estaba viva. Pero había algo, encierro. La luz no entraba libre ahí donde estaba María. Respiraba, pero con miedo. Nada en ella sonreía. El vestido que comenzaba en sus hombros se perdía después en el abrigo de unas frazadas que parecían tenerla presa. María me miraba. Su cara era una queja de tristeza. Por los ojos negros dejaba que se le saliese el dolor. Mientras la miraba me acordé de que me dolía la panza, pero no quería volver a mí. Me fijé en ella, tratando de quedarme para averiguar dónde estaba, pero todo lo demás era oscuridad. La pared del fondo, pegada a la cama en donde María estaba mirándome, tenía algo escrito que no llegaba a leer. ¿Podía leer? En los sueños no. Las letras se ponían raras. No se quedaban quietas. Si podía entender una palabra, la siguiente cambiaba. Leer en los sueños me era casi imposible. El choque con su cuerpo, de frente, me puso de mal humor. No podía moverme para ver en dónde estaban sus ojos abiertos más allá de ese cuarto, con un terror que me dolía como si me estuviesen pateando. Volvía el dolor, volvía mi cuerpo ahí donde no tenía que estar. No podía quedarme, lastimaba, faltaba el aire. Estaba tan cerca de María que no servía. Ahora sí, quería irme, y me volvía a chocar contra ella. Quería alejarme, mirarla, y la sentía. Pero sabía que ella estaba viva y eso hacía que el dolor no me importara tanto. Junté todas mis fuerzas para despegarme, dejé de mirarla a los ojos para poder moverme hacia atrás y a la vez más allá, a la pared, donde había algo escrito que esta vez no traté de leer. Hice de cuenta que le sacaba una foto con el celu y entonces vi, carga tu cruz, y enseguida una puerta empezó a abrirse. Sentí un terror profundo. Fue lo último. Abrí los ojos. Salí de la visión sin aire, como si yo también hubiera estado días en ese encierro. Me paré como pude. Tenía sed. La garganta seca. La boca seca. Estaba mareada. La sed me estaba poniendo estúpida. —Agua —le dije al flaco cuando lo vi venir caminando. La mujer estaba detrás. —Agua —volví a decir. Y con la boca muerta de sed—: María está viva. Me llevaron al baño. Les cerré la puerta. Tomé agua con la misma desesperación que tenía en los recreos, cuando la seño Ana nos cuidaba y el agua de una canilla abierta era lo más rico del mundo. Después me busqué en el espejo. Encontré lo que sabía: «Soy como ella —me dije—. Sé su nombre y que está viva. Quiero encontrarla. Yo me parezco a María. En los labios, en el pelo, en el color de mi piel está la tierra y está ella: unos ojos que son, para mí, un puntazo en la carne. No voy a dejar que quede ahí, viva y abandonada entre sombras».

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora