El flaco nos indicó el camino. Lo escuché hablar, explicarle a Ezequiel cómo llegar y mencionarle un montón de lugares de los que no tenía ni idea. Cuando terminó, Ezequiel me hizo una seña para que subiéramos al auto. Nos despedimos del flaco y arrancamos. «Tigre», íbamos a Tigre, me gustaba ese nombre. En cambio la palabra «isla» no, no me gustaba para nada: necesitabas de otros para poder irte de una isla. Atravesamos la ciudad en silencio y salimos a la ruta. Se ve que Ezequiel se dio cuenta de que yo estaba nerviosa, porque me dijo que pusiera música, si tenía ganas, que hoy se bancaba cualquier cosa que yo quisiera. Me hizo reír. —¿Lo que yo quiera? Puse una radio de cumbia y aunque tratara de caretearla se notaba que la música le parecía una tortura. Yo me puse a mirar por la ventanilla. Me empezó a dar sueño, pero no podía despegar los ojos del camino. —Tenés que ir porque el río pide un cuerpo —me había dicho la mae—. El viaje va a ser bueno, la llegada no. Fuerzas en contra no quieren recibirte. Te esperan, pero vos tranquila. Lo vas a hacer bien. La mae me miró, vi algo en sus ojos, ya no se reía. El rato que se quedó callada no me gustó. Sentía que me buscaba algo adentro. Después me apoyó la mano en la cabeza, aunque yo la tirara para atrás. Me la atrapó debajo de su palma como a un bicho y ya no pude moverme. Pasó un rato, no sé cuánto fue, y me soltó, sonriendo apenas. Yo estaba muy cansada, como si el momento ese sin palabras hubiera durado un montón de tiempo, pero no, no había sido mucho, y tampoco entendí qué había pasado. Pero sé que algo pasó. Ezequiel iba callado, mirando fijo hacia adelante. Cuanto más rápido íbamos, más sueño me daba. Recliné el asiento y me tiré hacia atrás. Ahora solo veía el techo del auto, la ventanilla y el cielo, y algunas nubes que se movían lentas a lo lejos. Me pregunté si desde arriba algo también nos estaba mirando a nosotros, como me había dicho la mae. En algún momento, me quedé dormida. Cuando desperté, Ezequiel estaba fumando con la ventanilla baja. Tardé un poco en caer: el auto estaba estacionado. Bajé mi ventanilla y entró un olor fuerte, como de tierra mojada. O más que eso, olor a agua. Teníamos que empezar el viaje en lancha. Salimos. Ezequiel cerró el auto y yo miré hacia el río. Un viento frío soplaba desde la orilla como si quisiera echarnos. Te hacía doler los labios. De todas formas, era imposible dejar de mirar hacia el agua. La lancha no era lo que había imaginado. Parecía más bien uno de esos bondis truchos que te llevan a La Salada, pero tirado al agua. Ezequiel me llamó. Ya teníamos que subirnos. La lancha esperaba. «Está bien, no me importa, que siga esperando», pensé yo, pero subimos y nos sentamos junto a una ventanilla, uno frente al otro. Estaba llena de gente. Poco después arrancó. Me gustaba el verde, pero tanto cansaba un poco. Trataba de mirar las islas por las que estábamos pasando pero mis ojos se iban hacia Ezequiel. Llevaba anteojos negros. Mientras él miraba el paisaje, yo lo miraba a él. El pelo, los anteojos, la nariz, la boca, el cuello, hasta la camisa que tenía puesta. Me encantaba. Qué estúpida había sido, pensé. Tendría que haberle preguntado a la mae qué onda con ese chabón. Me reí sola. Él me preguntó qué pasaba. Hice «qué sé yo» con los hombros y me acerqué un poco más a él. Le vi los ojos a través de los vidrios oscuros y después, en la boca, una sonrisa enorme. Pasamos el resto del viaje mirándonos. Podía oler el mismo perfume que la vez que me había llevado en su auto. La boca se me llenaba de saliva. Una media hora después ya estábamos en la isla en donde teníamos que bajarnos. —Llegamos —dijo Ezequiel y se levantó del asiento. Cruzamos por unas tablas de madera hasta pisar la tierra de nuevo. Agradecí volver a sentir terreno firme bajo mis pies. La lancha arrancó y nos quedamos solos. Ezequiel se alejó, no me di cuenta hacia dónde, y yo me quedé colgada en la orilla mirando el río, con esa idea estúpida de que mirándolo iba a saber algo. Lo miraba sin poder retener nada. El río cambia todo el tiempo. Sentí que me llamaban. Era Ezequiel, me hacía señas, pero me di vuelta hacia el agua y empecé a caminar por el borde de la isla. La tierra tan negra, tapada de pasto, se dejaba ver solo en los bordes, mezclada con raíces que parecían gusanos. Aunque parezca raro, me dio pena saber que no iba a probarla. No había ido a eso. Lo que había pasado ahí yo ya lo sabía. Caminaba tratando de imaginar el lugar donde se había tirado la piba, pero Ezequiel seguía llamándome y haciéndome señas desde un claro entre árboles y unas plantas de hojas enormes, así que me puse a caminar para ese lado. A medida que me acercaba, esquivando ramas y arbustos, fueron apareciendo las cabañas. Estaban sostenidas en el aire por unos palos enormes. Me hicieron acordar a las que hay al costado del arroyo, solo que chetas. Cuando llegué, me paré delante de él y, sin darle tiempo siquiera a abrir la boca, le pregunté: —¿Sabés nadar? Ezequiel se rio. Me dijo que sabía nadar, porque en la escuela de ratis era obligatorio hacer un curso. Me gustó que dijera así, «ratis», para mí. Y yo pensé que cuando estábamos solos él no parecía uno de ellos.

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COMETIERRA - Dolores Reyes
RastgeleA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA