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—No pensé que ibas a llamarme —me dijo el flaco desde el otro lado del teléfono. —¿Dónde es? —le pregunté. Se quedó en silencio, como si no se lo hubiese esperado, y después arrancó a decirme que vivía por Congreso, que si yo quería me venía a buscar, así no hacía tanto viaje. Lo corté: —Flaco, ¿dónde es que quedó tu novia? —Como no respondía, agregué—: Además, yo de mi casa no me muevo. Rápido el flaco, no tardó ni dos horas en venir. Sentado en el sillón de la salita de atender, me contó. —Paraná de las Palmas y Paraná Miní, en Tigre. Dijo que ellos conocían muy bien ese lugar, que iban desde hacía tres veranos y lo sentían como propio, y que eso los perdió, porque ella después de tirarse al río no volvió nunca. Dijo que su novia, con el tiempo, quería quedarse a vivir ahí. Me habló de lo hermoso que era el río, tan ancho que los árboles crecían desde el agua. Dijo que a la chica la buscaron desde los pocos vecinos que vivían en la isla hasta los policías y los buzos tácticos. Yo debo haber puesto cara de no entender nada porque ahí el flaco me explicó que los buzos tácticos eran unos tipos que nadaban por el fondo del río intentando encontrar un cuerpo tocando más que viendo. Me dio tristeza pensar en las manos de un cuerpo vivo estirándose para tocar algo de la chica que yo había visto sonreír y saltar. Por ahí tenía que ir hasta allá, porque ya había probado la tierra y el agua que me había traído. Daba lo mismo que me trajera otra botella. —Necesito ver el lugar de donde saltó tu novia. Mi hermano tiene moto y me puede llevar. —No alcanza una moto para ir. Es una isla, necesitás hacer una parte del camino en lancha. Me acomodé en la silla, con el cuerpo tirado hacia atrás, y lo miré callada. Me estaba arrepintiendo de haberle dicho que sí tan rápido. Él, como si lo adivinara, dijo: —Está la lancha colectiva, lleva un montón de gente, no tenés que ir sola. El flaco se habrá quedado una hora más contándome cosas y tratando de convencerme. Después se fue, medio de capa caída, con la sensación de que la visita no le había servido para nada. Después cayó mi hermano a buscar unas herramientas y me vio sola, con la pierna colgando del apoyabrazos del sillón y mirándome el pie desnudo. Me preguntó qué hacía tan echada. Le contesté que andaba así porque no sabía cómo hacer para que el río devolviera algo. Que con lo que me había dicho la tierra no alcanzaba. Él me miró y me dijo que por qué no me iba hasta lo de las maes. Y se fue al taller. No estaba tan mal lo que me había tirado el Walter, pensé. Me vendría bien preguntar, aprender. Miré la botella, que estaba al pie de la silla, el celu al lado, cerré los ojos para volver a ver a la chica sonriente. ¿Qué podía hacer para que volviera? Después agarré el celular y lo llamé a Ezequiel.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora