«Mañana te paso a buscar, vengo en mi auto». Eso fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando me desperté. Todo mal, subirse al auto de un cana. Me levanté y, camino al baño, me llevé puestos unos borcegos de mina. El Walter se había traído alguna chica a dormir. Su puerta estaba cerrada y yo no sabía si ya se había ido al taller o si seguía metido en la cama. Mejor que estuviese ocupado: no le había dicho nada de que no iba a estar. Enderecé los borcegos, puse un pie al lado. Me iban. Yo nunca había tenido unos borcegos como esos. Descalza la chica no iba a salir, así que estaría todavía ranchando en la pieza de mi hermano. Con el mismo pie corrí los borcegos para un costado y seguí camino al baño. Mientras meaba, miré a ver si el Walter se había bañado, si se había afeitado o lo que fuese, pero no. Lo único que faltaba era que esos dos se aparecieran justo cuando llegara el cana. Me lavé la cara y los dientes. El toallón no estaba: ese sí había sido mi hermano. Sacudí las manos y me las pasé por el pelo. Volví a mi pieza a cambiarme tratando de no hacer ruido. Iba a esperar al tipo afuera, en la puerta, así no tenía que entrar. ¿Dónde estaban los pantalones? En short no iba a ir. Busqué en el mueble de mi ropa pero nada: un par de calzas y todos shorts. En el piso había un montón de ropa sucia. En algún momento iba a tener que ponerme a lavar. Quizás había algún pantalón en el sillón. La mayoría de las veces terminaba quedándome dormida ahí, con la música de la Play Station. Odiaba que el Walter me la apagara, pero cuando llegaba a casa la apagaba o le bajaba el volumen. Después yo me despertaba a las tres o cuatro de la mañana y ya no me volvía a dormir hasta la salida del sol. Peor si los gatos se peleaban arriba del techo. La única forma de poder seguir durmiendo era con la música prendida. Abajo del sillón de la salita encontré un jean. Estaba bastante limpio. Había también una botella de cerveza vacía, que dejé ahí. Levanté el pantalón, lo sacudí y me lo puse. Busqué las zapatillas, el celu y mi mochila. Tenía hambre pero no había tiempo de comer nada. Cuando salí a mi terreno el sol pegaba lindo. Hacía que todo se viera más verde. Me gustó. Me olvidé por un rato de que tenía hambre. No solo la tierra olía, las plantas también. Mientras caminaba, respiraba tratando de que ese olor se me metiera en el cuerpo. Era lo único que me faltaba para terminar de despertarme. Me acerqué a la reja. No sabía para qué miraba para afuera si yo no conocía el auto del yuta. Me di vuelta y me apoyé. El candado me molestó, se me clavó en la espalda y me obligó a despegarme. Miraba tanto mi casa que me di cuenta de que me costaba dejarla. No sabía por qué, ni que me fuera a la luna. Era solo ir hasta la casa de donde faltaba la piba y volver. —María no está, María falta —dije en voz alta y me di vuelta. El sol también daba contra la vereda. Un gato atravesó la reja corriendo, atrás dos perros persiguiéndolo con la lengua afuera. —Babosos. ¡Cucha! Los perros siguieron de largo y el gato, para variar, subió a los saltos a mi techo. Los perros se quedaron hurgando la basura de la esquina. Ya tenía que ser la hora. Metí la llave en el candado, abrí la reja y salí. Volví a cerrar y guardé las llaves en la mochila. A los pocos minutos, llegó. Subí a su auto, que era gris y olía a nuevo, y arrancó. Ezequiel había dicho que se llamaba y yo lo miraba manejar y me costaba pensar en su nombre. Para mí era el yuta. Él también me miraba a veces y era incómodo, se notaba que no sabía qué decir. Afuera el sol daba a pleno. En una esquina, un nene trató de saltar una zanja, calculó mal y cayó con los dos pies de lleno en el agua podrida. La madre, que caminaba un poco más atrás, le dio un coscorrón en la cabeza y el pibito se largó a llorar. Mirándolos, pensé en la cabeza ardiendo por el toque, en los pies mojados por el agua sucia, en la bronca del mal salto. Así me sentía yo en ese auto. —¿Querés poner música? —dijo el yuta, como si se hubiera dado cuenta. Enderecé el cuerpo, prendí la radio. Busqué en varias radios sin encontrar nada decente, hasta que apareció un tema de Gilda. A mi mamá le gustaba Gilda. Siempre me contaba que había sido maestra jardinera. Cerré los ojos y vi a mi vieja tarareando por la casa. Las únicas tardes en que la veía contenta había música y mi viejo no estaba. En ese viaje en auto que no tenía ganas de hacer mi vieja había aparecido en la voz de una maestra jardinera que, cantando con una sonrisa de labios rojos, conseguía hacérmelo un poco soportable. Cuando el tema terminó, el yuta dijo «Gracias» y yo tuve que abrir los ojos. Me reí. —¿A vos también te gusta Gilda? —Gracias por venir a hacer esto hasta acá —dijo. Ya no me pareció tan yuta. Hice un esfuerzo para empezar a pensar en él como Ezequiel. Era su nombre. —Tengo hambre —le dije—. Pero igual ahora no voy a poder comer nada. No contestó. Siguió manejando. Pensé que estaba en otra, que no le importaba lo que había dicho, pero al rato estacionó el auto junto al cordón y me dijo: —¿Ves? Señaló algo que había afuera, de su lado del auto. Me incliné para ver y leí el cartel: parrilla pastas papas fritas. Al arrimarme a él, sentí un perfume que me voló la cabeza. No supe si era el desodorante que usaba o algún producto para el pelo, pero me gustó tanto que sonreí. Me volví a mi asiento. —Hacés tu trabajo y después paramos acá. No hay ningún apuro. — Ezequiel también sonreía. Volvió a poner en marcha el auto y ya no sentí los pies mojados.
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COMETIERRA - Dolores Reyes
De TodoA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA