La misma lata en la mesa y la tipa, seria, me dijo que esa vez había traído la tierra que iba. —¿Y yo cómo sé? —No tenía ganas de comer tierra todos los días. Di vueltas. Demoraba. Fui a la cocina a poner la pava aunque sabía que hasta después no iba a tomar mate. Me hubiera gustado poder decir que ese día no. —¿Quiere un mate? La mujer contestó que no con la cabeza y yo, con fastidio, fui a la cocina a apagar la hornalla. Volví. No la miraba. —Me duele la panza. —Ayer no vine —dijo la tipa y me dio un poco de lástima. —¿Sabe algo nuevo de Ian? —La policía ya no lo busca. Ahora sí la miré. Tenía unas ojeras terribles, el cuello y la papada flojos, que ya empezaban a arrugarse. Pero sus brazos eran fuertes. Estaba sentada derecha, firme, esperando que me acercara a su lata. Sabía que esa mujer no iba a dejar hasta que lo encontrara. Me empezaba a gustar un poco. El Walter salió de su pieza, la vio sentada y se fue en silencio. Ni saludó. Me dio bronca que se fuera así. A veces pensaba que, si mi hermano no apareciera más, yo habría sido capaz de tragarme toda la tierra de la casa, de romperla, de hacerla temblar. —Deme —le dije y empujó la lata hacia mí. «Espero que lo haya hecho bien», pensé, pero no lo dije. Boluda no era. Mientras tragaba una parte de la tierra que había traído la mujer, en vez de pensar en el mocoso me puse a pensar en el beso de Hernán, en el algodón de azúcar, en las birras del día anterior. Cerré los ojos y entonces lo vi. Fue como si volviera a una noche vieja. Una noche que se había ido gastando y que ya no existía y que se podía ver desde ahí, en ese momento, en mi cabeza. También el chico daba la impresión de haberse ido gastando. Parecía drogado. El hombre lo empujó. Ian no lloraba, era su cara de siempre, pero estaba asustado. El hombre, vestido con un guardapolvo verde, miraba a Ian. Ya conocía a ese hombre. No me gustaba. Miraba al mocoso como si lo estuviese midiendo. Ian casi no se sostenía. Se le cerraban los ojos y la cabeza se le iba para los costados. Se sacudió, tratando de abrir los ojos de nuevo y de hacer pie. Parecía que el aire se le hubiese convertido en algo extraño. Ian se cayó. Su cuerpo, ahora, estaba en el suelo. El hombre se sentó al lado pero dándole la espalda y el chico, que se golpeó la cabeza al caer, sangraba. Ese hombre era su padre. Antes lo miraba fijo, pero ahora que el cuerpo del chico estaba vencido, en el piso, hacía como si no estuviera. Sacó un encendedor del bolsillo del guardapolvo y se puso a fumar. Miró el cigarrillo y después fijó la vista adelante, más allá del humo, adonde yo no llegaba a ver. Fumó un rato, tranquilo. Después se levantó. Caminó hacia un auto. Traté de ver la patente pero no pude. Abrió la puerta de atrás y sacó unas bolsas negras. Buscó unos minutos algo más, pero al parecer no lo encontró y abandonó. Volvió hacia donde estaba Ian, lo alzó y con las bolsas y el cuerpo del chico en brazos empezó a alejarse. Se metió entre unos yuyos muy altos. Traté de seguirlos pero ya no pude. No los vi más y me costaba moverme. Por más que tratara, no podía avanzar. Me fui quedando paralizada. Me sentía una estatua. Clavada en esa mierda. Miré para abajo buscando tierra pero solo encontré basura que se comía mis zapatillas. Miré hacia adelante, tratando de ver al hombre que se estaba robando el cuerpo de su hijo. Pero la basura se volvía montañas. Se me metía el olor por la nariz como si fuesen avispas furiosas que buscaban la salida en mi cabeza y me hacían doler. Abrí los ojos. Todavía ese olor me lastimaba. Era como el de los perros atropellados al costado de la ruta. Miré a la mujer, sus brazos fuertes aferrando su cartera. Estaba esperando que hablara. Yo, que el olor me dejara tranquila. No sabía si a ella iba a gustarle lo que tenía que decir.
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COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA