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La lluvia había parado, pero el cielo seguía nublado. Los pibitos jugaban entre charcos en la calle de tierra. Autos no vi. Caminé unas cuadras hasta dar con la dirección que buscaba. Timbre no había y golpeé las manos. Me abrió una chica y le pregunté por la Eloísa. Apareció un hombre, que me hizo sentar. —Eloísa no está. Tiene que estar por volver. Al tipo se le cerraban los ojos. A los costados del terreno había un alambrado como de cancha de fútbol, pero adelante, en la entrada, solo habían puesto tres líneas de alambre flaco entre unos postes. La casita estaba en el medio así que se veía todo. Yo cada tanto relojeaba a ver si venía la doña. Apoyada en uno de los postes había una jaula con un loro. Un loro encerrado es casi un loro muerto. «Mala suerte», pensé. Y el loro, como si me hubiera escuchado, empezó a decir: «Borracho, borracho, andá a dormir». El viejo se quería matar. Yo me hacía la que no escuchaba al loro. Giraba la cabeza cada tanto para mirar a un caballo amarillo que comía pasto. Alguna vez había escuchado que los caballos de ese color tienen un nombre especial, pero nunca me lo acuerdo. Al rato cayeron dos mujeres. —La Eloísa está hecha mierda. Vive en la calle buscando a su pibe. La otra vez la vi envuelta en unas bolsas para taparse de la lluvia. La Eloísa se está volviendo loca. Al costado, el caballo comía pasto como si nada. Una dijo: —Tenés que agarrar al que se llevó al pibe.
La otra asentía con la cabeza. Después se trajeron unos banquitos y se acomodaron con nosotros. No pasó ni media hora que cayó la Eloísa. La mujer entró y se quedó mirándonos. Tanta junta debió parecerle rara. Cargaba unas bolsas muy grandes. Pensé que serían las que usaba para cubrirse de la lluvia, pero no: adentro tenían las fotocopias con la cara del Dipy. Las había estado pegando por el barrio. La mujer dijo que su pibe faltaba hacía doce días. La policía no le había dado bola. Busqué los ojos de la doña y le dije: —Señora, yo vine a probar la tierra de su casa. La piba flaca que seguía la conversación haciéndose la desentendida trajo un platito con tierra que andá a saber de cuándo tenían preparado. Con la punta de los dedos agarré un poco, lo aplasté contra el plato, lo levanté y me lo metí en la boca. Cerré los ojos. Enseguida vi al Dipy manejando el carro. El caballo amarillo lo llevaba a paso firme, pero al chico le pasaba algo. Se frotaba la bragueta como los chicos chiquitos cuando tienen que ir al baño y se quedan boludeando hasta no aguantar más. El Dipy quería hacer pis y se desvió fuera de la ruta, hacia unos árboles. El recreo quiso compartirlo con el caballo: lo desenganchó del carro, le dio primero unas palmaditas en el cuello, después lo acarició con ganas. El animal se le adelantó hacia el pasto. No llegó a dar unos pasos que se frenó en seco. El Dipy se paró y meó. Cuando quiso volver a la ruta, el animal no le respondía. El Dipy rodeó el caballo, para ver qué le pasaba, y justo en ese momento el animal, asustado por algo que había visto, empezó a dar patadas hacia atrás y le dio en la cabeza. Abrí los ojos, mareada. Lo primero que pensé fue que iban a matar al caballo a palos. No me quería quedar a ver eso. —Señora, necesito hablar con usted, solas. La mujer me miró y dijo: —Salgamos. Afuera le conté a Eloísa el accidente. No dijo nada, solo miró al animal que el Dipy usaba para salir a hacer su ronda. El caballo pastaba ofreciendo su cuello al sol que empezaba a asomarse. Se lo dije de nuevo: fue un accidente. Eloísa no quería escucharme. En vez de eso, empezó a decir: —Les voy a decir a las otras mujeres que no dejen ir a los pibes solos. Se los pueden robar. Mientras hablaba, a la madre del Dipy se le caían las lágrimas. No quise volver a hablar. Le agarré las manos a la doña, que ni siquiera quería mirarme. Repetía: —Hay un tipo afuera, se lleva a los chicos que salen solos con el carro. —Me tengo que ir —le dije. Saludé rápido a todos y salí del rancho. No le quería decir al abuelo, no le quería decir a nadie. Bajé por la calle de tierra. Saqué mi celu, llamé a Ezequiel y le conté la historia del pibe. Que lo manejara la cana. El Dipy ya estaba muerto. Después le pedí que viniera a mi casa. Necesitaba verlo.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora