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Lo estaba esperando. Apenas había salido el sol y yo ya lo estaba esperando. De nuevo el Walter estaba metido en su pieza con la chica de los borcegos. Hacía horas que los había escuchado llegar. Yo no me había asomado. Le debía haber pegado fuerte para caer dos veces seguidas con la misma mina. Ahora, que apenas veía la luz de afuera y se empezaba a colar por mi pieza, lo estaba esperando. Aunque sabía que Ezequiel no iba a venir tan temprano, estaba despierta pensando en lo que íbamos a hacer. Me preguntaba si además de ir hasta la casa de María, si además de comer tierra y, ojalá, encontrar a la chica, íbamos a hacer algo él y yo. Me pareció ridículo. ¿Por qué pensaba en eso? Como no podía seguir durmiendo, me levanté para darme una ducha. Fui hasta el baño. De nuevo faltaban los toallones. ¿Qué hacían mi hermano y su chica secuestrando todos los toallones de la casa? La idea de salir a buscarlos descalza me gustó, pisar un rato mi terreno antes de tener que irme. Algo me hacía pensar en que capaz no volvería. Para ir al tender donde había colgado la ropa tenía que pararme al costado de mi casa. Caminé unos pasos. Sentir el pasto de la mañana me hizo pensar que mis pies nunca iban a dejarme que me fuera del todo de ese lugar. Ese suelo tenía cada vez más humedad. Con los dedos del pie traté de remover el pasto para ver debajo. La tierra también estaba húmeda. La toqué. Más tarde iba a tener que comer la tierra de otra mujer. Por eso, pensé, me quedaba un rato mirando la mía. Cuando levanté la vista, lo vi. Estaba parado en la vereda y todavía no eran las nueve. Ezequiel, con una sonrisa que me encantaba, me estaba mirando. Y yo hecha un desastre,descalza, despeinada y casi sin dormir. Entré rápido en la casa a buscar la llave del candado. Pensé en ponerme las zapatillas, pero se me habían ensuciado los pies… Así que tuve que ir a abrirle a Ezequiel así como estaba. —Disculpá —dijo cuando moví la reja para hacerlo pasar. Me siguió hasta la casa. Antes de entrar, me alejé un poco y manoteé la primera toalla que vi colgada y volví. Él entró y se quedó quieto en la salita, como si no supiera qué hacer. Le señalé el sillón y le pregunté si quería tomar unos mates. Sentado, pareció menos incómodo, pero igual daba la sensación de que no conseguía soltar algo que traía adentro. Así, sufriendo, tampoco era un cana para mí. Solo un flaco más. —Me estaba yendo a bañar —le dije, y le dejé la pava caliente y el mate sobre una silla y me metí en el baño. Como Ezequiel estaba esperándome no iba a poder quedarme hasta que se gastara el agua. Me gustaba así. Agua bien caliente para mojarme el pelo y llenarlo de champú. Dejarla correr sobre mí. Que el champú se escurriera por mi cuerpo y sentirme el perfume antes del enjuague. Me agarré el pelo y me lo llevé a la nariz. Después me olí el hombro, mi lugar favorito. Volví a meterme abajo del agua dos minutos más. Me agaché para agarrar la crema de enjuague y, cuando alcé el pote, vi que estaba casi vacío. Sin enjuague, no podía ni peinarme. Pensé en la chica de los borcegos y quise matar al Walter: mi hermano en su vida había usado crema de enjuague. Le saqué la tapa al pote, lo llené de agua, lo volví a tapar, lo agité bien fuerte, me alejé del agua y me vacié el pote en la cabeza. Traté de que me alcanzara para las puntas. Me enjaboné. Ya no estaba el agua tan caliente ni yo tan contenta con la ducha. Cuando terminé de pasarme el jabón, el agua ya estaba tibia, así que me metí unos segundos bajo la ducha y después salí. Empecé a secarme con la toalla que había rescatado afuera, una toalla chica que apenas me alcanzó para el cuerpo. El pelo me quedó mojado. Metí la toalla debajo de la canilla un rato y, toda empapada, la colgué del gancho que había al lado del espejo. Le saqué la tapa al pote de crema de enjuague y lo dejé en la pileta. El Walter iba a entender. Me vestí y salí del baño. Ezequiel parecía una estatua. Pensé que no se habría cebado ni un solo mate pero ya se había tomado media pava. De mi hermano y la piba no había señales. Me senté, tomé un mate, pero como apenas me había secado el cuerpo y el pelo me chorreaba encima de la remera, me empezó a molestar tener laremera mojada delante de un tipo. Me paré y le dije: —Vamos. —Es temprano, pero podemos ir a dar una vuelta. Lo vi mirándome, adelante, la parte mojada de la remera y desviar rápido los ojos. Me estiré hacia atrás para hacerme un rodete con el pelo, bien alto, en la nuca. Dejé la pava y el mate y fui hacia la pieza a buscar algo para ponerme encima de la remera mojada, pero en el camino me encontré tirado en el suelo un tapadito liviano color negro, con botones y unas líneas rojas que me re flashearon. Me lo puse, prendí los botones, me di media vuelta y le dije a Ezequiel: —Lista. Antes de la tierra no quería comer nada. Andábamos dando vueltas en el auto buscando algo para bajonear después. —¿Dulce? —dijo Ezequiel y yo no pude evitar hacer una sonrisa enorme. Pensaba en el dulce de leche y se me llenaba la boca de saliva. Con Ezequiel y su perfume pasaba algo parecido. Mientras manejaba, yo respiraba profundo. Me encantaba. Empecé a tratar de no mirarlo, de seguir el camino con la vista, pero el perfume se me metía igual. —Falta poco —dijo. Cerré los ojos y los abrí recién cuando Ezequiel paró el auto. Pensé que habíamos llegado, pero había frenado en una esquina, frente a una confitería enorme pintada de amarillo. Ezequiel bajó, cruzó por adelante del auto y, al ver que yo me quedaba en el asiento, me hizo señas para que lo siguiera. Entramos. Miraba todas las cosas ricas que había y no sabía qué iba a elegir él. Pero cuando la empleada nos atendió, Ezequiel me miró y dijo: —¿Qué te gusta? «Cualquier cosa que tenga chocolate con dulce de leche», pensé, y traté de no reírme. Elegí un montón de facturas, en especial de esas con azúcar impalpable que te dejan la boca como un payaso. Estaba segura de que toda esa comida iba a durarme por lo menos tres días. Él pagó en la caja a un señor grande y serio que le entregó todo en una bolsita con un dibujo de panes.
Afuera, Ezequiel me dio la bolsa a mí. Yo tenía muchas ganas de abrir el paquete. Cuando subimos de nuevo al auto me dijo que las pusiera atrás, para la vuelta. La acomodé con cuidado. Ya no pensaba en la tierra sino en las facturas, como una borrachera. Unos quince minutos más tarde estábamos estacionados frente a la casa de María.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora