24

80 4 0
                                        

Pasaron unos diez días y la madre de María volvió a mi casa. No estaba mi hermano ni Ezequiel, que a veces venía a verme y a contarme cosas de María: que se iba curando, que no estaba tan triste, que ya decía que iba a volver a la escuela de enfermeras de nuevo. También del viejo, preso, y de los vecinos, que habían tratado de prenderle fuego la casa. Solo estaba conmigo la chica del Walter que, cuando no estudiaba, no hacía nada, como yo. A veces quería preguntarle si tenía ganas de jugar a la Play conmigo, pero me daba vergüenza. Así que ponía música y ella se acercaba a escuchar. Otras veces leía y repetía cosas en voz baja de una carpeta negra toda escrita con Liquid. Awante les pibis decía grande en la tapa y eso me hacía pensar que ella sí debía tener amigas. Una vez le pregunté qué estaba estudiando y me dijo que algo de Historia para dar la previa. Me leyó un rato. Leyó un montón de cosas y yo la escuchaba porque me gustaba oírla hablándome. La chica del Walter tenía ahora un tapado negro tan finito como el otro. Se debía cagar de frío igual que yo, pero le quedaba hermoso. El pelo largo, con ondas grandes, era la combinación perfecta para la tela oscura y su boca roja diciendo que había habido unos pueblos que para lo único que abandonaban la tierra donde vivían y trabajaban era para ir a la guerra a matar o morir. En la parte de atrás del pelo se le habían empezado a hacer nudos. Se los había descubierto la semana anterior y ahora tenía un nudo enorme. Estábamos sin champú ni nada y hacía días que nos lavábamos la cabeza con el mismo jabón blanco que usábamos para lavar la ropa. Pensé en Walter encerrándose con ella en la pieza, en las revolcadas que le estropearían el pelo refregándolo contra el colchón. Yo nunca lo había tenido así, un pelo precioso. Le dije que iba a comprar algo de comer y salí.
La chica del Walter se quedó sentada en el sillón, la carpeta abierta apoyada en sus piernas cruzadas y la cabeza mirando hacia abajo, los ojos enterrados en eso que tenía que estudiar. Cuando volví con una caja de Patys, unos panes y una crema de enjuague para regalarle, me encontré con la madre de María, que me estaba esperando en la reja de entrada. Estaba sola, sin su hija. Lo agradecí para mí misma. Le hice un saludo con la cabeza, que la mujer respondió con un pestañeo. Abrí el candado, empujé la reja y entramos en la casa. La chica del Walter se había quedado dormida hecha un ovillo en mi sillón. La carpeta cerrada a un costado del cuerpo. —Tomá —le dije con voz fuerte. Cuando se despertó, le di la crema de enjuague, un pote enorme que me había salido como doscientos pesos. Dejé la bolsa con los Patys y el pan arriba de la mesa del living. Ella sonrió al recibir el pote, pero no dijo nada. Sacó un atado del bolsillo del tapado y se puso a fumar en el sillón. Me encantó que se quedara ahí conmigo. Si la vieja hubiera dicho que yo era la capa de todos los narcos o de una red de trata, ella iba a seguir fumando ahí, al lado mío, mirando los dibujos del humo en el aire, como si le diese lo mismo. Pero la mujer se quedó de pie, cerca de la puerta, y solo dijo «gracias». De tan tranquila parecía otra persona. Algo en sus ojos me decía que había vuelto a dormir. Sacó un fajo de billetes de la cartera, esta vez más chico que el anterior, y me lo ofreció. Me acordé de las horas que había pasado esperando en su casa mientras rescataban a María. Todo limpio y acomodado salvo la mesa del comedor, que tenía cientos y cientos de fotos de la hija. Esa vez le dije que no. La mujer guardó el fajo en la cartera sin insistir. Me volvió a decir gracias, como si no supiera qué otra cosa hacer. Yo le di la mano y, cuando me la agarró, sí pareció que se iba a poner a llorar. Me dio pena. No sé si por ella, o por lo que le habían hecho a María, o por mi mamá, o por la Florensia, o por la novia del Walter, o por mí. Lástima de todas juntas. Una tristeza enorme. La acompañé hasta la reja. Le di un beso como pude y ella se alejó por la vereda de mi casa, como tantos otros, para no volver nunca más.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora