No imaginé que estuviera armado, pero lo último que vi fue a Ezequiel hablando por el celular con un arma en la mano. Sin darme cuenta había estado días dando vueltas en auto con un tipo y su fierro. Apreté tanto la bolsa con las toallas que el moño cayó al suelo. Lo pisé, y la mugre de mis zapatillas volvió el moño rosa del color del barro. Di unos pasos hacia atrás y miré a Ezequiel. Él no me miraba, como si ahora que le había dado lo que había estado buscando ya no existiera para él. Y encima frente a la casa de un viejo que se había robado a una chica. Di unos pasos más hacia atrás, los suficientes para bajar de la vereda. Quería volver a mi casa. Ezequiel habló más fuerte por el teléfono. Movía la mano que sostenía el celu con la misma naturalidad con la que movía el fierro. Como casi nunca salía de mi barrio, sola yo no sabía volver a mi casa. Me había dejado llevar para ayudar a una tipa que no conocía y a un tipo armado. Me di vuelta y empecé a caminar. Caminé cada vez más rápido. Cuando escuché que Ezequiel me estaba llamando, comencé a correr. Las diez cuadras desde esa esquina hasta encontrar la casa de María las hice en el aire. No pensaba en Ezequiel, ni en los otros yutas, ni en lo que estaba por pasar. Solo en mi casa y en que quería volver. La mamá de María abrió la puerta y al verme así, toda transpirada y sin poder respirar, se me vino encima. Me dio miedo. Abrí la boca. Traté de hablar, de decir algo, de explicarle lo imposible, pero no hizo falta. Las sirenas de un montón de patrulleros que pasaron por la calle a toda velocidad me taparon la voz, que nunca salió. En segundos la madre de María ya no estaba enfrente mío, sacudiéndome para que dijera algo, sino que corría por la vereda siguiendo a los patrulleros. Las puertas de los vecinos también empezaban a abrirse. Salían a ver qué estaba pasando. Yo entré, aprovechando que la mujer había dejado la puerta abierta. Cuando Ezequiel volvió, era de noche. Tenía un golpe en la cara. Había sangrado pero su sangre ya estaba seca. Lo vi entrar y no dije nada. Llegó solo, sin la mamá de María. Había estado horas esperándolo. De los nervios no había podido ni sentarme. Me dolía la cabeza y el estómago era un fuego. Se me acercó, en silencio, y me sorprendió que se acercara tanto. Me abrazó. Sentí el choque contra su cuerpo. —Gracias —dijo Ezequiel—. María está viva. Se quedó abrazándome un rato largo. No me podía mover ni decir nada. Tampoco quería. Así todo estaba perfecto. El abrazo me curaba el cuerpo. Ya no me dolía el estómago ni la cabeza. No tenía miedo. Nada. No sé cuánto estuvimos. Ezequiel dijo gracias de nuevo y, antes de soltarme, me pareció que me olía el pelo. No sé por qué, lo único que se me ocurrió pensar fue que no era mucho mayor que mi hermano. Debía tener la misma edad. —Vamos a tu casa. Te llevo —dijo, y yo fui hasta la cocina a agarrar mi bolsa con las toallas.
![](https://img.wattpad.com/cover/345023853-288-k631816.jpg)
ESTÁS LEYENDO
COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA