Caminaba la primera cuadra de las siete que tenía hasta la estación de tren. Era temprano todavía. En las casitas se veía ropa colgada, que la gente se había olvidado de entrar y el rocío de la mañana había mojado. A mi vieja no le gustaba que anduviéramos tan temprano. Decía que había tipos que todavía estaban de gira de la noche anterior y que esos eran los peores. El día anterior me habían dejado una botella con la fotocopia de un pibito sonriente. Decía «Dypi», había una dirección y un teléfono y preguntaban si alguien lo había visto. Algo en la sonrisa me decía que estaba vivo, así que, en vez de tragar tierra, preferí ir a verlos. Cuando salí de casa no parecía que fuera a llover. Todavía no caía ni una gota, pero el cielo se estaba oscureciendo. Apuré el paso y llegué hasta la esquina. Me faltaba una cuadra, tomar la diagonal y cortar camino por ahí. Podría haber tomado la paralela, por la que se tardaba menos porque se abría, pero no me gustaba: en esa calle tiraban gallos muertos. A esos gallos los tenía grabados. Al principio los ponían en la esquina, con velas rojas, maíz y todo un show, pero después habían empezado a revolearlos en bolsas negras que no llegaban a taparlos y obligaban a ver: las patas secas o alguna cresta que se asomaba, que me hacían pensar en hojas arrancadas de malvón. Al tomar la diagonal todo se animaba y al final empezaba la cuadra de los palos borrachos. Los palos borrachos me flasheaban desde pendeja, cuando chapaleábamos en el barro después de una tormenta y el suelo era una alfombra de flores rosa que encendían el barro y lo hacían algo hermoso para mi hermano y para mí. Casi llegando a la barrera se largó con todo. Aceleré oliendo ya la tierra mojada. Pasé el puesto de tortillas, la tabla, los caballetes y un banco encadenados al poste de la luz, porque los días de lluvia no abrían. Me apuré lo más que pude, pero no alcanzó. Me cayó la ficha: por más que corriese, al tren no iba a llegar. Me paré en el cruce. La lluvia era una cortina hermosa. Al otro lado de las vías, detrás de la cortina, vi que se acercaba un flaco con un perro enorme. Estábamos solos: él y su perro de un lado y yo del otro. Empezó a pasar el tren. Los veía en el segundo que tardaba cada vagón en cruzar, un parpadeo entre vagones. Me di cuenta de que el flaco llamaba desesperado al perro. El animal se había adelantado y amagaba con mandarse por abajo del tren, y el flaco, a los gritos, trataba de hacerlo volver, pero el perro no le daba ni cinco. «No va a cruzar —pensé—. Tiene que darse cuenta de que no puede mandarse». Terminó de pasar otro vagón y el perro seguía intentándolo. El flaquito se había acercado lo máximo posible sin que lo chupara el tren. El perro no aflojaba. Esperaba el momento justo. «No va a cruzar», pensé. Pero no bien pasó otro más, el animal vio que había un espacio grande y se mandó. Creo que no llegó a meter ni la mitad del cuerpo cuando lo agarró. El perro tardó solo un grito en morir. El tren lo dejó revoleado unos metros hacia la derecha en las vías. Esperé a que terminara de pasar el tren y crucé. El flaco se arrodilló junto al animal, que tenía la cabeza girada como una lechuza entre las piedras. No se veía sangre, pero el pelo parecía algodón deshecho. Debía haber sido un perro hermoso. —¿Por qué te quisiste morir? —le decía el pibe. Llovía tanto que me dio miedo de que el pibe, en el estado en que estaba, no viera venir otro tren. Yo me tenía que ir. No tenía tiempo. —Flaco, ya está, lo agarró el tren —le dije en mi último intento de que se levantara, pero el pibe siguió como si nada: —¿Por qué te quisiste morir? Me fui caminando bajo la lluvia, que a esa altura me había hecho sopa. Llegué a la boletería. Pegada en la pared junto a la ventana de la boletería estaba la fotocopia con la cara del Dypi, que se reía tanto que se le hacían huecos al costado de la boca. Otra vez me pareció que estaba vivo. El hombre detrás del vidrio parecía dormir y no quise despertarlo. «No saco boleto», pensé y caminé hacia el andén. Lo único bueno que me pasó en ese viaje fue que el tren llegó medio vacío y pude sentarme. Pegué la cabeza contra la ventanilla y repasé la lista de estaciones. Medí el tiempo entre estación y estación y así calculé la duración del viaje. Puse la alarma en el celu y me dormí. Pero ni dormida tuve descanso. Soñé que abría la puerta de casa y me adelantaba unos pasos hasta dar con algo perdido entre la mugre de la vereda. Era chico y tenía que agacharme para ver. Un pichoncito caído. Abría la boca, pero no salía ruido. Quería ayudarlo pero no sabía cómo. Solo me quedaba mirándolo. La alarma sonó unos minutos antes de llegar a la estación donde tenía que bajarme.

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COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA