Para mí que esperó a que el Walter se fuera, sola, calladita. Ni el menor movimiento. Una mujer que buscaba a su hijo volviéndose invisible como un gato cazando una paloma. Yo la entendía, buscaba a alguien. Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve. Le abrí a la tipa, la hice pasar. Se sentó enfrente mío. Puso en la mesa una lata redonda y se quedó mirándome. Ni pestañeaba. ¿Qué sería? ¿Guita? ¿Chocolates? Me pareció que los chetos podían hacer eso, meter en una lata un montón de plata y chocolates y plantártela en la cara para que digas que sí, aunque no quieras. No me gustaba la tipa esa. Se puso a hablar. Dijo que para el marido, siempre, no era nada; que un chico puede retrasarse un poco, que puede desaparecer. Lo mismo antes, cuando Ian tenía dos años y todavía no caminaba, y lo mismo ahora, que tenía dieciséis y no había vuelto a casa. Yo no quería escucharla, ni por todo el chocolate del mundo. Pero ella seguía: que la falta la iba a matar, que tenía un dolor en la carne más fuerte que cuando nació el pibe. —Ian —dijo—, mi hijo. ¿Sabés? Él nunca le hizo nada malo a nadie. No podía. Me dio miedo de que no se callara nunca y la corté. —¿Qué hay en la lata? —Tierra.
Yo no quería, pero la tipa abrió la lata y la dejó abierta, para que el recuerdo de la tierra se me hiciera agua en la boca. Brilló tierra oscura desde adentro y algo en mí le contestó sin palabras. Yo no quería, pero mi cuerpo sí. La toqué como si fuera todo. Me la acerqué sin levantarla de la mesa. —Date vuelta —dije—. No podés mirar. Mucho no le gustó. Tardó un poco, pensó, pero se levantó y dio vuelta la silla. No trató de espiar. Yo agarré tierra de la lata y me la fui metiendo en la boca. La casa se me oscureció como si la hubiesen tapado con una tela negra. Tuve ganas de prender la luz para que no nos tragara la noche que la tierra había desplegado alrededor nuestro. Tan oscuro todo, tan un pozo profundo al que nunca llegaba la luz del sol, que bueno no podía ser. Cuando estaba a punto de parar, de abandonar por el miedo y abrir los ojos, empezó a irse la oscuridad, como si alguien estuviera prendiendo velas, una atrás de la otra, y los ojos se acostumbraran a ver. Veía poco pero escuchaba fuerte y era la voz de ella. De la tipa. Decía, gritaba: Ian. Y después de gritar varias veces ese nombre apareció en la parte más clara, en el centro de la luz, un pibito de unos ocho años. No era un cachorro pillo. Era un chico raro, que parecía perdido, y la luz que salía de su cuerpo era pobre, triste, enferma. La mina repetía «Ian», pero no esperaba respuesta. Lo agarró fuerte de la mano y empezó a tironear de él. Traté de ver al chico pero no podía. Al lado de la mujer se me apareció un hombre que le hablaba a ella: —¿Lo encontraste? —Sí. No puedo dejarlo solo ni para hacer pis. —¿Dónde estaba? —En la parte de atrás del cumpleaños. Solo. —¿Quién lo llevó? —Lo llevé yo, pensé que podía esperarme cinco minutos. Como un secreto, un secreto que ese hombre no quería tener, se quedaron callados. Lo miraban. Hasta que el hombre preguntó: —¿Por qué lo dejaste solo? —¡Porque no puedo meterlo en el baño conmigo! Tiene once años.
—Pero no sirven. Sus años no sirven —dijo el hombre y los dos se quedaron callados de nuevo, como si la luz triste que salía de Ian también volviese débiles sus cuerpos. Después el hombre se enojó, volvió algo de su fuerza: —No me des excusas. ¿No te importa a vos? El chico estaba entre los dos. Se fue moviendo para el costado. No parecía escucharlos siquiera, miraba para arriba, para adelante. Traté de ver lo que miraba pero no llegué a encontrar nada. Hablaban entre ellos como si el pibito no estuviese ahí. Yo traté de verlo mejor, pero se me fue perdiendo. Y las voces, cada vez más bajas. Me cansé tratando de escucharlas, de ver lo que la tierra no quería mostrarme. Abrí los ojos. Mi casa estaba todavía más oscura que la noche que rodeaba al chico perdido. —No funciona —le dije a la tipa—. A su pibe casi no lo veo. Está usted, doña. Discute con un tipo que pregunta todo el tiempo por qué lo deja solo a Ian. La tipa pareció entristecerse todavía más. Dijo, como recuperándose de un golpe: —Es el padre. —Bueno, los veo a ustedes, doña. Y el pibe se me escapa. La mujer agachó la cabeza y lloró en silencio. Después abrió la cartera y yo pensé que iba a buscar algo para secarse, pero sacó un fajo de billetes y una pila de fotos. Apoyó las fotos sobre los billetes, que eran un montón, y los empujó hacia mí. Era el mocoso. Vi las primeras fotos, donde estaba más grande, con la misma cara de perdido. —No funciona así, doña. —Está bien —dijo ella, levantando la cabeza—. ¿Y cómo lo hacemos funcionar?

ESTÁS LEYENDO
COMETIERRA - Dolores Reyes
RandomA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA