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Era un galpón de mierda. Estaba más oscuro adentro que afuera. Como la noche todavía no había empezado, los que estaban tomando desde temprano parecían fantasmas. El techo era tan alto que me hizo sentir que éramos más chicos todos, pero traté de que no se me notara el miedo. Sonaba una música que no había escuchado nunca. Las paredes habían sido blancas alguna vez, pero ahora eran de un gris mugre y las luces de los faroles, ahogadas por el humo de los cigarrillos, alumbraban poco. El humo me sorprendió. No lo recordaba en mi sueño. De nosotros, el único que caminaba sin achicarse era el Walter. Nos dispersamos en grupos de dos y de tres. Miseria comenzó a moverse hacia un sector con mesas y yo me puse al lado de ella. No me animaba a darle la espalda a nadie. Miraba buscando alguna cara conocida, pero no, todos fantasmas. Los otros, cada tanto, me devolvían la mirada. Miseria tenía una sonrisa fija, como tratando de demostrar que estaba todo bien, pero no era la sonrisa de antes. Y también buscaba, como yo, y como los demás. Yo estaba esperando que apareciera la primera señal de lo que me había mostrado la tierra. A partir de ese momento, todo se nos iba a venir encima, imparable hasta el cuchillo. En las mesas, entre botellas y vasos, había cartas, colores, diamantes, corazones. Las únicas mujeres que había en el lugar éramos Miseria, yo y las otras pibas que habían venido con nosotras. El resto, todos tipos, que no paraban de mirarnos. Nos acercamos a una mesa. Los tipos que jugaban se corrieron para hacernos lugar. No entendía a qué jugaban, pero el olor que subía de la mesa, del cuerpo de los hombres y los vasos y los ceniceros llenos de puchos me hizo acordar al que le sentía a veces a mi viejo pegado en la ropa, el pelo y la piel. Un tipo me pasó un vaso pesado. Su mano caliente me tocó antes que el vidrio. Di un trago para probar, no supe qué era pero me gustó, y después le di un trago más largo y le devolví el vaso. Vi que mi hermano caminaba hacia una barra larga que había en un costado del galpón, más allá de las mesas. Lo seguían dos de los nuestros. Caminaba con una seguridad que me llamó la atención. Se inclinó sobre la barra, pidió algo, agarró la botella de birra que le dieron y pagó. Después, se dio vuelta y tomó directamente del pico. Nunca lo había visto tomar del pico cuando salíamos. Me molestó. Tampoco nadie lo estaba haciendo en ese lugar. Volvió a tomar y hasta los tipos que jugaban en las mesas lo empezaron a mirar mal. Caminé hasta él y le dije: —Terminala, Walter. Pero, como si no me escuchara, mi hermano le pasó la botella al pibe de al lado, que tomó sin limpiar el pico. Se rieron fuerte, empezando a agitar. Ahora todos miraban cómo mi hermano y los dos pibes se reían y hacían circular las birras de mano en mano, hasta que en un momento el Walter pegó un trago enorme, se ahogó y se puso a toser. Intentaba seguir tomando pero la tos lo interrumpía. De la botella se derramó espuma al suelo y, al ver eso, mi hermano, que seguía tosiendo, soltó la botella, que se estrelló en el suelo, y se dobló y empezó a vomitar. A mi espalda, una voz filosa, de desprecio, la misma voz que había escuchado la tarde de las botitas manchadas, la voz del Ale Skin, dijo: —Mirá lo que hacen estos negros de mierda.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora