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El chiste era fácil, pero ni siquiera esos chistes podía entender. El Walter decía: —Tengo cincuenta piojos. Me voy a pasar kerosene. Y yo me quedaba pensando cómo sabría mi hermano que los bichos que había en su cabeza eran cincuenta. Después, riéndose con los amigos, lo decían de las birras, y yo contaba las que iban trayendo. Podían ser cinco, doce o cerca de veinte, pero nunca cincuenta cervezas. En un momento caí, no eran «cincuenta» sino «sin cuenta», pero entender tampoco me causó gracia. Me acordé de ese chiste que hacían mi hermano y sus amigos cuando, al abrir la reja de afuera, vi que alguien había metido una botella nueva en mi terreno. Llevaba colgada del brazo una bolsa con pan, dos latas de cerveza y las salchichas que le gustaban al Walter. Volvía apurada del almacén porque quería prepararlas antes de que él llegara del taller. Mientras cerraba el candado de la reja, pensé en las cero ganas que tenía de encontrar una botella nueva y también en que no podía dejarla ahí para que la vieran los pocos vecinos que todavía no sabían de mí o se imaginaran, como yo, la mano colándose por la reja, la cara de desesperación que me la había traído. Igual, por más que levantara la botella, ese día no quería comer tierra y punto. Iban siendo, desde hacía tiempo, «cincuenta» botellas para mí. Tantas que no podía ni quería contar, tantas que me hartaban. Si una se olvida las salchichas en el agua hirviendo se revientan y pasan a ser del tamaño de un chorizo explotado y sin sabor. Las comíamos igual, con mucha mayonesa y pan de pancho, pero no nos gustaban, ni a mi hermano ni a mí. Así sentía, ese día, mi cabeza: carne a punto de estallar.
Me acerqué a la botella, traté de no leer el mensaje, de pensar que lo que decía estaba en chino, mientras rogaba que no tuviera foto. Era azul, ancha, con tierra hasta la mitad de su cuerpo. Me agaché, la toqué y sentir el vidrio me dolió en la palma de la mano. La levanté con el mismo brazo que llevaba la bolsa, colgada cerca del codo. A veces sentía el peso de todas las botellas juntas que iban transformando mi casa en lo que siempre había odiado, un cementerio de gente que no conocía, un depósito de tierra que hablaba de cuerpos que nunca había visto. Mientras, mamá estaba sola en donde, dicen, descansan los muertos. Yo nunca la iba a ver. El Walter no sé. A veces yo quería, pero después no iba. Nunca había vuelto desde que era chica y se la habían llevado. Caminé con la botella hacia la casa. La miraba, sin saber ya si me gustaba o no, si iba a abrirla o no, si iba a cobrarle al que la había dejado o si directamente prefería no llamarlo. Solo quería ser mi hermano y yo comiendo salchichas en el sillón de la salita y que mi único problema fuese que no se pasaran, o que el Walter no se tirara mayonesa y ketchup encima. Tenía la llave de la casa en el bolsillo del short. No iba a entrar la botella ese día, no iba a llamar a nadie, no iba a tragar tierra. Total, nadie me veía. Rodeé la casa pensando como siempre que tenía que podar las plantas pero que lo único que iba a hacer era comer algo rico con la mano. Así ni los platos quedaban para lavar. Y después, tirarme a plaguear con el Walter. Me agaché entre las plantas, corrí las hojas enormes, y dejé la botella con las otras para que le hicieran compañía. Había muchas azules. Ningún azul era igual a otro, ninguna tierra tenía el gusto de la tierra de otra botella. No se extraña a un hijo, un hermano, una madre o un amigo igual que a otro. Parecían tumbas brillantes una al lado de la otra. Al principio las contaba, las acomodaba con cariño, a veces acariciaba alguna hasta que me decidía a probar de su tierra. Casi siempre era así, pero ese día las odiaba. Me pesaban más que nunca. Todas juntas me cansaban. Sentía todas las botellas apilándose en mí. El mundo debía ser más grande de lo que siempre había creído para que pudiera desaparecer tanta gente. Volví a caminar sobre mis pasos y entré en casa. Puse música, fui a la cocina a encender la hornalla. Busqué el hervidor, lo cargué de agua, tratando de no pensar que el de adentro de la botella podía morirse en cualquier momento. Empujé con bronca, una a una, las salchichas hasta el fondo para que quedaran enterradas en el agua. Después las abandoné al fuego. El Walter llegó unos minutos más tarde. Comimos los panchos a punto de rebalsar de mayonesa, con los dedos manchados, y las latas de cerveza fría en la otra mano, como tenía que ser. Mi hermano estaba contento, contagiaba. No le pregunté por qué. Charlamos de pavadas. Casi todo el tiempo hablaba el Walter, a veces con la boca llena, comiendo como un atolondrado. Yo lo escuchaba y me reía con él. Más tarde me dio un beso y se fue al taller. No iba a volver hasta la noche. Cuando cerró la puerta, dejé caer mi cuerpo en el sillón de la salita en donde seguro al otro día, y al siguiente, y en los cincuenta días que le siguieran iba a atender gente, a preguntar, tragando, si vivía o no, si respiraba o hacía cuánto y por qué sus pulmones se habían apagado, o quién se la había llevado. Pero ahora solo quería dormir.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora