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Unos días después nos quedamos sin teléfono. No lo extrañamos. A veces pensaba que ya no extrañábamos nada, que nos acomodábamos a cualquier cosa mientras estuviéramos cerca mi hermano y yo. No lo extrañamos porque casi no llamábamos a nadie ni nadie nos llamaba a nosotros. Los amigos entraban a casa; los demás ni se nos acercaban. La semana siguiente a recibir el paquete el teléfono había sonado varias veces y, cuando alguno de nosotros atendía, contestaban: —Vas a cagar, pendeja. Así que mi hermano se cansó, cortó el cable con un cuchillo y listo, fin del teléfono. Los primeros días el Walter faltó al taller y se quedó conmigo. Peor. Mi hermano desconfiaba de los celulares, de la puerta de entrada, de los autos que pasaban y hasta de los pocos fantasmas que se acercaban por mi cuadra. Cerraba todo. La casa y nosotros, el día entero a oscuras. Yo quería que viniera Hernán y, cuando llegaba, el Walter no se movía, no nos dejaba hablar una palabra sin escucharla también. Así que Hernán se tragaba un montón de cosas y terminaba buscando una excusa para irse. Una tarde el aire se cortaba con cuchillo. Abrí la puerta, me senté en el piso, sin salir. El Walter no me dijo nada. Empecé a llorar mientras afuera comenzaba una tormenta. Mi hermano se sentó al lado mío. No me acordaba de cuándo había sido la última vez que habíamos visto llover, si era que alguna vez lo habíamos visto juntos. Miraba el cielo, después las gotas golpeando contra nuestra tierra. La lluvia parecía llevárselo todo. El día siguiente fue viernes y a la noche se llenó de pibes. Hernán cayó temprano, estaba nervioso, creo que tampoco él se aguantaba más a mi hermano y darme cuenta de eso me hacía mal. Yo quería que ellos siguieran siendo amigos. A medida que iban llegando los pibes, mi hermano volvió a ser el de siempre. Y por unas horas nos olvidamos del mundo. Jugamos como cuando éramos unos pendejos, sin preocuparnos por nada, solo por ganar. Hasta que cerca de la una llegó un pibe. Dijo que había un auto parado en la puerta. Pensé que el Walter iba a decir que no saliéramos, que teníamos que seguir acá, encerrados, pero mi hermano y Hernán quisieron ir a ver enseguida, como si ya se hubieran puesto de acuerdo antes. Los demás dejamos la Play, salimos de la pieza y los seguimos hasta la puerta. No pasaron ni dos minutos y se empezaron a escuchar gritos. No se veía nada y terminamos saliendo todos afuera de la casa. —Vos no —me gritó mi hermano cuando me acerqué como para que me viera—. Volvé adentro. Y yo, que hasta entonces solo tenía ojos para verlos a él y a Hernán, giré la cabeza y miré hacia el auto. Lo vi. Era de noche y ya no tenía puesto el guardapolvo verde, pero era él. Los ojos. Si su hijo no podía enfocar y mantenerlos fijos en algo ni treinta segundos, el tipo podía clavarlos en tu cuerpo. El miedo me envolvió y me dejó ahí, paralizada en el terreno de mi casa. Traté de meterme pero no pude. ¿Cómo lo miraba yo a él? Pensé en la visión, me pregunté si yo lo había visto con esos ojos con los que lo estaba mirando o si había sido con alguna otra parte del cuerpo. Encendió el motor sin dejar de mirarme y sacó un arma. Tiempo no hubo. Solo saber que no quería verlo matarme. Me di vuelta y escuché primero los disparos, después el arranque del auto y mi respiración, mi corazón furioso, mi cuerpo que empezaba a responder. Una de las balas pegó en el tanque de agua y empezó a caer agua desde el techo. Mi hermano me tocó. Seguía oscuro así que veíamos poco y yo también necesité abrazarlo. Despacio, como si nos fuésemos descongelando, comenzamos a movernos. Giré para la calle. El auto ya no estaba pero yo quería ver. No sé si porque había apuntado mal o porque no había querido matarnos, pero no nos había dado. El Walter me decía que ya estaba, que el tipo se había ido, que como él se acordaba bien del auto iba a ir a la policía, que no saliera, que volviera a jugar, a escuchar música, que él se iba a encargar de todo. Hernán no hizo como mi hermano. Estaba callado y no se me acercaba. El Walter me llevó del brazo hasta adentro de la casa, pero antes los dos vimos un enorme agujero de bala arriba de la puerta. Nadie dijo nada. Me dormí cuando salía el sol. No lo escuché irse a mi hermano, pero ya habíamos quedado en que, aunque no nos gustase un carajo, él iría a la policía a hacer la denuncia. Dormí como desmayada y me levanté tarde, con la sensación de que me había atropellado un tren. Estábamos sin agua y mi hermano hablaba con unos amigos para que fueran a acompañarlo al corralón a comprar un tanque nuevo. Todos le decían que sí, que lo ayudarían a comprarlo, a traerlo, que no se preocupara. Pero cuando el Walter pidió que alguno se quedara conmigo porque no quería dejarme sola, nadie respondió. Entonces mi hermano sacó una pila de billetes del bolsillo y se la dio y ellos repitieron que se encargarían, que para eso estaban los amigos, que irían y volverían rápido y que enseguida lo ayudarían a cambiar el tanque. Después de que se fueron, el Walter me miró y dijo: —Estamos nosotros dos de nuevo, hermanita. Solos. No puedo echarle la culpa a ninguno. No dije nada. Ya no esperaba nada tampoco. Si ellos no tenían la culpa, ¿quién? ¿Mi cuerpo? No podía solucionar lo que mi cuerpo veía. Fui al baño, hice pis, me lavé la cara tratando de no mirarme en el espejo. Cuando salí, éramos de nuevo el Walter y yo. Mi hermano fue a calentar la pava. Se esforzaba en poner onda. Aunque no hablamos, me pareció que tenía razón, que la culpa de que nos quedáramos solos venía con el problema de ver. Hernán se había ido a la mañana. Ni siquiera se había llevado su joystick.

Ni un beso, ni chau, nada. Mientras fumaba uno mirando hacia la calle, supe que ya no podía esperar que su música volviera a entrar por esa puerta.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora