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Era viernes a la tarde. Ezequiel estaba de guardia y no iba a venir a visitarme hasta el domingo. Pensar lo que faltaba hasta volver a verlo me parecía algo así como atravesar La Salada con los ojos vendados. Me sentaba en el sillón de la salita de atender, me paraba de nuevo, daba una vuelta, volvía a sentarme. No había forma de quedarme quieta. El Walter estaba en su pieza con los amigos haciendo la previa antes del Rescate. Desde que la chica de los borcegos había dejado de venir a casa, a mi hermano le encantaba ir a bailar y desaparecer todo el finde. Ese viernes yo no pensaba quedarme sola y encerrada. Golpearon otra vez la puerta. Dejé el sillón para ir a abrir. Algunos amigos de mi hermano parecían de otro planeta. Llegaban, no decían ni hola, solo: «¿Y el Walter?», «¿Y los jueguito’?», y se mandaban de una para la pieza. Pero cuando abrí, uno de ellos me preguntó si quería un chocolate. Me reí y le dije que no. Entonces sacó algo del bolsillo, yo pensé que era el chocolate, pero el pibe me ofreció un finito diciendo: —¿Querés fumar? Fumamos sentados en la puerta mirando hacia los yuyos. El papel olía a chocolate y, a medida que se quemaba, echaba un humo dulce. Yo me colgué mirando las plantas. Como ni el Walter ni yo nos habíamos estado ocupando del jardín, la pasionaria daba la impresión de que iba a comerse la casa. La mayoría de las flores ya se habían abierto. Quedaban algunas bochas naranjas. Más allá de las ramas mi barrio se movía como cuando empieza a anochecer, y no me molestó imaginar que si un día Ezequiel, mi hermano y yo nos íbamos a la mierda, la pasionaria iba a tragarse nuestro rancho entero como una planta carnívora. Una casa también podía morir. Tardamos en levantarnos y fue como si nos desperezáramos después de dormir. Cruzamos la salita de atender riéndonos. El pibe se metió en la pieza y yo en el baño para mojarme la cara. No quería estar sola. Tenía que hacer el trabajito para que el Walter me dejara ir al Rescate con él. Me pasé la mano todavía húmeda por el pelo tratando de no sonreír más, pero no podía. Tenía la sonrisa tatuada. Cuando entré en la pieza, el pibe ya estaba sentado en el suelo entre los demás. La pieza estaba llena. —¿En qué andan? —dije desde la puerta. El Walter no contestó. Un flaco que no conocía preguntó: —¿Qué se toma? —Ya no hay nada, creo. Pero podemos comprar unas cervezas camino al Rescate. Tengo plata —dije, mirando a mi hermano. El Walter sacó un segundo los ojos de la Play y me miró. —Ni lo sueñes —me contestó rapidísimo—. No te llevo ni loco. Su respuesta me dio bronca. ¡Si pareció que no escuchaba! Salí de la pieza y fui a la cocina a buscar unos envases. Abrí la heladera por costumbre, más que esperando encontrar algo, y vi que había dos birras. Las saqué y manoteé también un par de chopps del mueble. Caminé de vuelta hacia la pieza de mi hermano haciendo equilibrio con todo. Cuando abrí la puerta empujándola con el pie, una de las botellas se me escapó de las manos y estalló en el suelo. Aunque contuve la risa, una parte mía se alegró al ver los pedazos de vidrio repartidos por todos lados. Fui a la cocina a buscar las cosas para limpiar y mientras volvía me acordé de mi mamá. A mi mamá le encantaban los animalitos de vidrio fundido, que compraba por dos mangos en cualquier feria. Mi viejo veía que esos bichos de colores iban llenando primero la parte de arriba de la heladera y después el resto de la casa y empezó a ponerse pesado. Le decía a mi mamá que para qué gastaba en esas porquerías. Hasta que una vez le pintó la locura y los rompió todos. Al otro día, mi vieja fue juntando los pedazos y rearmó todos los animalitos pegándolos con Poxirán. A veces yo me los quedaba mirando. Ya no eran transparentes y y el color marrón del pegamento hacía que quedasen oscuros, como animales monstruosos. Si romper una botella me causaba tanta gracia era porque también soy su hija, pensé, mientras tiraba los pedazos de vidrio en el tacho. El Walter se apareció solo en la cocina. —Hermanita —me llamó, poniéndome la mano en el hombro—. Mejor nos vamos.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora