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En casa no había quedado un alma. Aunque el alcohol, la tristeza y el cansancio pesaran, los pibes caminaban apurados. Yo no. Yo solo pensaba en los últimos sueños con Ana, en el Walter en lo de Tito el Panda y en el filo de aquel cuchillo que lo estaba apuntando. Sabía que era el mismo que había roto el cuerpo de Hernán y todavía lo íbamos a ver. De nuevo pensé en llamar a Ezequiel. Por lo menos mandarle un mensaje. Pero no. Hubiera tenido que estar horas dando explicaciones. Miré a las otras chicas. Un par, pegadas a los pibes, se esforzaban por seguirles el ritmo dando pasos enormes. Ya no había calles ni se sentía el ruido de la ruta. Se empezaba a ver el cañaveral y, más adelante, el terreno que siempre me había dado miedo porque los árboles y las plantas me hacían pensar que escondían gente. Estábamos saliendo de la tierra que conocía y entrando en otra. Una que no me gustaba para nada, porque si la probaba, yo sabía que mostraba cosas que no quería ver. Me las tiraba a la cara. Como ese aire que se nos venía encima y que olía distinto. Los otros aceleraban cada vez más. Me apuré también. Miseria hasta parecía divertida. No le costaba nada apurarse. Seguía riéndose, ni siquiera le faltaba el aire. ¿Le importaría Hernán? Me daba un poco de bronca. Y mi hermano y yo, ¿le importaríamos algo? Mal que mal, Miseria nos estaba acompañando. Me preguntó cuánto faltaba para llegar. Le contesté que ya faltaba poco y dejó de sonreír. —¿Viniste alguna vez para este lado? —le dije.
Ella abrió bien grande los ojos y contestó: —Ni loca. ¿A qué? Mi vieja me mata. Ya se veía el cartel enorme que había en lo alto del galpón principal. Tenía un costado comido por el óxido, pero igual se llegaba a leer: Corralón Panda. Lo dejamos atrás. Una flaca que iba adelante mío tropezó y cayó. El pasto estaba alto. El suelo ni se veía. Dos pibes la ayudaron a levantarse, mientras ella se agarraba el tobillo. Rengueando un poco, retomó el paso. El resto no había parado. Miseria tampoco. Los que quedamos rezagados apuramos todavía más para arrimarnos al grupo. Ahora que estábamos cerca, nadie quería estar solo, separado de los demás, cuando pintara el Ale Skin. Anochecía. Había un camión atravesado en la entrada del estacionamiento. La caja llena de pilas de cajones de cerveza como para una fiesta. Los que iban adelante se pararon a mirar el camión y a esperarnos. Toqué una botella, que estaba caliente. El suelo abajo del camión ya no era de tierra sino de pavimento. Enfilamos todos juntos hacia la entrada del galpón que estaba iluminado. Con Miseria nos miramos de reojo. Con la cantidad de alcohol que habían llevado, eso iba a tener que llenarse. Pero era temprano para una noche de sábado. Todavía ni habían cargado las cervezas en la heladera. Había un tipo enorme parado en la puerta. —¿A qué se juega? —le dijo mi hermano. El tipo nos miró de arriba abajo. —¿Vienen a la matiné? Como vio que no decíamos nada, pero tampoco nadie amagaba con dar la vuelta, nos estudió un rato más y después, en silencio, corrió su cuerpo enorme y nos dejó pasar.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora