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Era temprano, pero hacía rato que ya había amanecido y el sol se dejaba ver entero. Todos me habían hablado de la belleza de esas islas, de la vegetación, de lo inmenso del río. Pero a mí el lugar me olía a encierro. A agua estancada. El río, empacado, no la quería devolver. La escondía como la noche a los bichos. Ya sabíamos el lugar exacto desde donde había saltado la chica. El novio había aparecido temprano en la lancha colectiva. Llegó, nos señaló el lugar y se fue tan rápido como pudo, como si no tuviera ganas de quedarse ahí un minuto más. Nos volvimos a quedar solos, Ezequiel, el río y yo. Ahora andábamos los tres para el mismo lado, estudiándonos los pasos. «Te quiero», me había dicho Ezequiel la noche anterior. Yo tenía el pelo tapándome la cara, y su pija adentro de mí, y no le contesté nada. Pero ahora caminaba hacia el borde de la isla, pensando en la chica. Ezequiel se había quedado atrás, me seguía con la vista, en silencio, como dejándome hacer. Apuré el paso. No esperaba que las cosas salieran mal. No pensaba en después. «Es solo una cosa por otra», me había dicho la mae Sandra. Me di vuelta, lo miré, y algo en mí lo hizo reaccionar y empezar a seguirme. Era solo una cosa por otra, sí, pero ese río de mierda no quería flores, ni sangre, ni velas encendidas. Pedía otra cosa. Si lo pensaba me daba mucho miedo, entonces no lo pensaba. Dejé que mi cuerpo guiara. Solo esperaba que Ezequiel de verdad supiera nadar. Una cosa por otra. Recuperar lo que quedaba de la chica iba a terminar siendo como ir al kiosco, entregar billetes para recibir algo a cambio. Me dio bronca. Me di vuelta por última vez, para confirmar que Ezequiel siguiera pisando mis pasos, y ya no lo pensé más. Corrí, di un salto y me tiré al río.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora