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Sus brazos y piernas nunca estaban quietos, como sus labios, que hablaban con la magia de arrastrar hacia ellos todos los ojos. Su cuerpo tenía la carne justa, como un artefacto pequeño, pero con la fuerza de las cosas nuevas. Yo le calculaba unos trece, pero todavía no me decidía si era un chabón o una pibita, y quería que hablara fuerte, porque había dormido poco y andaba medio perdida. Desde donde estaba, no podía escuchar su voz. Pero lo que me llegaba era la risa. «Miseria» le decían y pensé que iba a calentarse, pero no. Seguía cagándose de la risa como si nada. Y cada vez que alguien le decía «Miseria» se hacía cargo, como si fuese un nombre cualquiera. Cuando me desperté en casa después del mediodía, el Walter había caído con los mismos flacos con los que la noche anterior habíamos ido al Rescate. Cada uno, además, se había traído del boliche a una piba, y no sé quién —¿el Walter?— se vino con Miseria. «Tiene que ser una piba», pensé, mientras ni yo ni nadie podíamos sacarle los ojos de encima. Casi todos estaban sentados en el suelo. Un par, en el sillón de la salita de atender y Miseria en el medio, dale que dale, sin parar de hablar. Mi hermano estaba en la cocina, preparando Fernet, y cada tanto venía a traernos uno. A medida que pasaba un vaso, la mano que lo recibía se lo acercaba a la boca, despacio, como si entre trago y trago se quedara en algo, en algún recuerdo de Hernán. Solo Miseria no debía haberlo conocido. «Muy pendeja», pensé. Tan flaca y con el pelo que apenas le llegaba a cubrir un poco las orejas y se le venía, cada dos por tres, para adelante, caído al costado de la sonrisa. El Walter me pasó un Fernet y yo me senté en el suelo. Aunque tomaba despacio, me pegó enseguida. No había comido nada. De a poco, el suelo de mi casa pareció ir convirtiéndose en un velorio en ausencia. Vasos de mano en mano, alguna risa, silencio. ¿Qué íbamos a hacer? No se me ocurría nada. Quería llamar a Ezequiel. Quería que todos se fueran de mi casa. Si Ezequiel hubiera llegado y nos hubiera encontrado a todos tomando, no habría entendido nada. Sentada en el suelo, yo doblaba las piernas para abrazarme las rodillas. Tan enroscada y metida en mi cabeza estaba que, cuando Miseria me habló, me costó un poco echar la voz para afuera. La pibita se me estaba sentando al lado y me preguntaba si no me jodía. Me cayó la ficha de que todos estaban juntos y la única sola era yo. —Dale —le dije y se sentó. Me dijo que había dejado la calza en el guardarropas del boliche. No le contesté. Pensaba en que no me había despedido de Hernán, que ahora ya era tarde. Una chica empezó a llorar y alguien, que estaba al lado, la abrazó y le pasó un trago. —Por eso tengo los pantalones de tu hermano —dijo Miseria y largó una carcajada—. Parezco un chongo. Me hacía acordar a mí. —Si dejaste la calza en el guardarropas, ¿con qué carajo saliste del Rescate? Miseria hizo un gesto con dos dedos de la mano, marcando un tamaño mínimo. —Así la pollerita, amarilla, como la de la canción —dijo. Le sonreí. Miseria asintió con la cabeza y después me contó que a Hernán lo tenía visto de cuando era chica. Cuando a la vieja no le salía nada de laburo, la llevaba a un comedor del barrio. Ahí los pibes le habían puesto «Miseria». —Te leo la mano —me dijo después la pendeja atrevida. No pidió permiso, me agarró la mano, y mientras la miraba me acordé de cuando yo era una pibita y también iba a un comedero. Todo se comía con cuchara porque no había tenedor ni cuchillo. Eso tenía que alcanzar. Te los daba la doña, tratando de mirarte la cara de frente, y había que agachar la cabeza para zafar de la mueca que le aparecía al lado de la boca, como un gusano. Yo trataba de no mirarla porque le tenía miedo. Si te veía comiendo con la mano, te pegaba con la cuchara de madera. «Animalitos», decía. Cuando mamá murió, la tía nos llevaba al Walter y a mí al comedor de la doña para que nos llenara la panza. Una vez esa señora me había dicho lo mismo que ahora me tiraba la pendeja esa mirándome la mano: —A la larga vas a andar bien. Te vas a ganar un camino, pero el precio que vas a pagar es enorme. Sin saber por qué, me quedé sonriendo, como si me hubiera mordido la culebra del amor que habíamos bailado la noche anterior con Hernán. Lo miré al Walter como tratando de preguntarle: «¿De dónde sacaste a esta piba?», pero mi hermano no entendió. Seguía repartiendo Fernet como si fuera un remedio. Tomé otro trago de mi vaso y volví a pensar: «¿Qué carajo vamos a hacer?».

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora