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Estaba parado, apoyado contra la reja. Se veía muy triste para ser tan joven. El pelo prolijo, la ropa perfecta como en las propagandas de cigarrillos. Había escuchado que golpeaban y, como todavía no me había levantado, tardé en salir. Ya no golpeaba. Se había cansado o había perdido las esperanzas de que saliera alguien. Estaba esperando. Cuando me vio se despegó de la reja. Yo lo miraba callada, no me salía ni media palabra. Dijo que había llegado esa mañana hasta la puerta, pero que hacía días que venía y no se animaba a bajar del auto. Después se quedó en silencio y yo me tomé el tiempo para estudiarlo de arriba abajo. Me esperaba, dijo, porque buscaba a alguien. No supe qué contestarle. Lo único que quería era seguir durmiendo. Ni siquiera sabía si el Walter estaba en la casa o si ya se había ido para el taller. —Necesito ayuda —volvió a decir justo cuando pasaba una vieja por la vereda. La vieja clavó en seco el changuito de hacer las compras y me miró: era una mujer del barrio. Abrí la puerta, me di vuelta y, cuando sentí que el flaco caminaba atrás mío, le dije: —Cerrá. No quería que lo vieran. Menos que me chusmearan a mí, que ni me había peinado. Debía parecer un fantasma. No me daba miedo. Cuando se sentó en el sillón de la salita, parecía que el que tenía miedo era él. También que dormía mal, como yo.
—No dormí nada —dije—. ¿Qué querés? —Estoy buscando a alguien —volvió a decir, ahora con la vista baja, mirándose las manos. Parecía un flaco unos diez años mayor que el Walter, pero tenía camisa, zapatos, ropa cara. En la tristeza en la cara sí se parecía a mi hermano y a mí. También en que hablaba despacio, como si le costara echar las palabras desde adentro. —¿A quién buscás? —le dije tratando de evitar un bostezo. Del sueño se me caía una lágrima. El flaco se quedó callado. Aunque todavía era la mañana, me entraron ganas de tomar una cerveza y volver a dormir. —Si te digo el nombre, no es nada para vos —dijo, mirándome de frente. —A esta hora yo no atiendo, flaco, pero si me das cinco minutos, te escucho. Abrí la heladera. No había casi nada. Restos fríos de un pollo que había traído el Walter el día anterior. Respiré fuerte. No había forma, no estaba para tragar tierra. Cerré y busqué la pava, le puse agua y encendí la cocina. Mientras se calentaba, preparé el mate. ¿Tomaría mate ese tipo? Ni siquiera sabía por qué me importaba. Solo que si me contaba ahora, no iba a poder dormir tranquila en todo el día. ¿Cómo iba a hacer para frenarlo? El agua ya estaba lista, apagué el fuego y me llevé todo, pava y mate, y lo puse adelante del sillón. Me seguía pareciendo un hombre cansado, alguien que se gastó antes de tiempo. —¿Tomás? —Claro. Revolví apenas la yerba con la bombilla y eché el chorro de agua caliente en el hueco del medio. Le pasé el mate y el flaco tomó. Cuando terminó, se quedó con el mate vacío en la mano y empezó a contar. Dijo que su tía, la hermana de su madre, había ido a buscarlo, que hacía tiempo que no la veía, que ella lo había criado. —Mi madre verdadera trabajaba todo el día y, cuando llegaba, se tiraba a dormir. Y ahora mi tía vino. Me costó reconocerla. Estiró la mano y me pasó el mate. Yo cebé para mí. —Tuve que mirarla bien para entender que era ella. No me vino a ver a casa, vino a buscarme a la comisaría. Dijo «comisaría» y me ahogué con el mate. ¿En dónde me estaba metiendo? Cuando me preguntó si estaba bien, lo esquivé. Si se dio cuenta no sé, pero no dijo nada. Necesitó que le hiciera un gesto con la cabeza para volver a hablar. —Me costó conseguir que mi tía se tranquilizara y empezara a contar lo que había pasado. Mi prima María faltaba hacía seis días. Había salido para el curso de enfermería y no había llegado nunca. Quedé aturdido, no sabía qué pensar ni qué decir. El hombre se quedó callado un rato. Me miraba como esperando una respuesta, pero no hablé. Después dijo que su tía empezó a acusar a los compañeros de trabajo de él. Dijo que los policías y el comisario se habían quedado quietos, que no la buscaban. Pero él casi no la escuchaba. Pensaba en su prima María, en que era una chica a la que no conocía, alguien a la que recordaba solo de pibita, una nena chica, una prima lejana a la que había dejado de ver. Pero los ruegos de la tía, decidida a conseguir ayuda como fuera, se la habían ido devolviendo. Ahora María quería ser enfermera. Él iba a ayudarla. Yo lo escuchaba hablar y no podía contestarle nada. Me daba bronca que fuera su sangre lo que lo moviera a buscar y no la chica. Cualquier chica. Era un yuta, su trabajo era ese. Dijo que cuando la tía se fue de la comisaría empezó a buscar. —Pensé que siendo policía iba a ser fácil —dijo—, pero pasaron muchas cosas. Le alcancé otro mate. Me pareció que ya había dicho demasiado. No quería escucharlo más, pero el flaco agregó: —Terminé dándome cuenta de que en esta estaba solo. Sacó una foto de la campera. Me la quiso pasar pero le dije que la tuviera él, que me la mostrara un poco, desde ahí donde estaba sentado. Me dio lástima, pero era así, todos buscaban solos. Miré la foto en sus manos y después lo miré a él. La sonrisa de la chica y algo en el cuerpo del flaco me hacían pensar en que esa vez podía ser distinto, que por una vez podía llegar temprano. No quería que fuera como con la Florensia. Mentir lo había decidido sola, mientras la madre de la Florensia me clavaba los ojos. La culpa también me la había tenido que fumar yo. Quizás ahora con ese yuta podíamos hacer las cosas de otra manera. Me imaginé a los otros policías diciéndole: «Ya va a volver, seguro se fue con el novio», y me dio bronca de él y de todos. Mientras lo veía manosear la foto, pensé en cobrarle un montón de plata para sacármelo de encima, pero después me acordé de la piba. —Esto sale plata —le dije, sin pestañear. Si a la policía le pagaban por buscar y no hacer nada, ¿por qué no iban a pagarme a mí? Se quedó callado. Me miraba. Ahora parecía que algo de maldad le manchaba la cara. —Mañana traigo la plata, si te parece, y vamos hasta donde vive mi tía. —En patrullero yo no voy —le contesté. Él se rio. Aunque me gustó verle los dientes blancos, parejos, la cara que se le hacía parecida a cualquier chaboncito de mi barrio, seguí mirándolo seria. —Voy en bici. Él hizo que no con la cabeza. Entonces le dije: —Hagamos así. Nos juntamos mañana, pero vos me hablás solo de ella. De la comisaría, nada. Él sonrió, asintió y dijo: —Mañana te paso a buscar, vengo en mi auto. Me llamo Ezequiel. Cuando el cana se fue, caminé hasta el baño. Aunque no hubiese nadie más en la casa, cerré la puerta para mirarme en el espejo, sola. Yo también estaba cambiando. Sabía que los días que vendrían iban a ser movidos. Quería acordarme de mi cara tal como era, por si con el quilombo que se venía pudiera perderse, ser otra cara. Después apagué la luz, salí del baño y me tiré en la cama a seguir durmiendo.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora