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Era una casa toda blanca. —Cambiá la cara, nena —dijeron unos labios pintados de rojo, y fue como si una de esas figuras que hay en las santerías caminara descalza hacia mí—. Vos también sos una bruja. Y se rio. Era una mujer de unos cincuenta años y pelo negro, con un cuerpo enorme, como si algún poder terrible necesitara de su carne fuerte para ranchar cómodo. Un collar de mostacillas de muchos colores bajaba por su vestido blanco y lo partía en dos. El pelo, casi tan largo como el mío, se movía acompañando las fuerzas de sus caderas. Adentro sofocaba el calor de las velas y un humo espeso parecido al de los sahumerios. La puerta se cerró detrás mío. En una de las paredes, unas mujeres pintadas caminaban de espaldas hacia el agua, alejándose, y a su paso dejaban huellas doradas en la arena. Parecían diosas y eso me gustó. Me las quedé mirando y, no sé por qué, pensé en mi cuerpo e imaginé esos vestidos en mí. Me hizo gracia. Yo, de tan flacucha, no era para esas diosas. Aunque no veía ni escuchaba a nadie más, supe que la mina no estaba sola. Traté de no parecer asustada. Se me vino la voz del flaco cuando me había dicho: —En vez de buscarla a ella, como hacía antes todas las tardes a la salida del colegio, me vi siguiendo la corriente de un río. Tomé fuerza y miré a la tipa de frente. Ella sonrió y me dijo: —Soy la mae Sandra, ¿a qué venís?

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora