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Si abría la boca, todos iban a querer dársela al Ale Skin. La primera vez que lo vi había sido como mil años atrás, pero la tenía grabada como si hubiera sido ayer. Era chica yo, seis o siete años, y andaba de berrinche en berrinche, emperrada con unas botitas que quería tener. Nadie me daba bola. Hasta que la tarde de mi cumpleaños mi vieja me dio una bolsa con un moño. No esperó a que lo abriera para decir: —No las vayas a manchar. Era tan pelotuda que me puse las botas de una y salí a la calle solo para que todas me vieran. Una piba buscó una excusa para pelearse conmigo y el resto salió a apoyarla. Mucho no me lo banqué y tuve que meterme en casa. Para salir de nuevo con las botitas puestas, porque de sacármelas ni hablar, me le pegué al Walter. Me fui a su pieza y esperé un montón hasta que mi hermano quiso arrancar. El Walter ese día quería ir a los videojuegos. El viejo puso cara de oler mierda y tiró «malas juntas», pero a él no le importó. Así que andábamos, esa tarde, emperrados los dos. Yo con las botitas nuevas y el Walter fijo en ir a los videojuegos. Y salimos. Caminamos rápido, los ojos hacia adelante y sin hablar. El Walter dijo que fuésemos por las vías, porque era más directo. Saltar los alambres no me gustaba ni medio, pero caminar por la vía muerta tenía la ventaja de no encontrarte a nadie. Traté de saltar, como mi hermano, pero no pude. Después me arrastré y pasé por abajo del alambrado, sin ver que entre los pastos quemados había grasa que vino a pegarse justo en mis botas. Me refregué las botas, cerré los ojos y volví a refregar más fuerte, pero no solo la mancha seguía ahí sino que la grasa se contagiaba a todo lo que frotaba. Entonces me abracé las piernas y me puse a llorar. El Walter trató de consolarme para que me levantara y la cortara de una vez, pero solo dejé de llorar cuando abrí los ojos y vi que por la vía muerta se acercaban ellos. No era la ropa negra ni las cabezas rapadas sino la forma de moverse hacia nosotros lo que te hacía sentir que esos cuatro te podían moler los huesos. El Ale Skin era el único de ellos que llevaba un palo enorme. Mi hermano dijo “es un bate de béisbol” y a mí el miedo me cortó la garganta. En vez de arrancar para los videojuegos, nos quedamos paralizados. Cuando estaban cerca, el Ale Skin levantó el palo y dijo: —Quiero jugar. Los otros tres se rieron. Hablaban y se reían adelante nuestro, como si no estuviéramos. Uno de los amigos le contestó «juguemos con la cabeza de ella» y el Ale Skin agitó el bate en el aire como si me fuera a arrancar la cabeza. El Walter, rápido, se paró adelante mío y lo miró fijo. Los otros tres se rieron mientras yo casi me meaba encima. Después, el tipo bajó el palo, se acercó a mi hermano y lo escupió en la cara. Volvieron a reírse. El Walter no se movió. Cuando el corazón me estaba por explotar del miedo, los tipos, no sé por qué, dieron media vuelta y empezaron a alejarse. El Walter se limpió la cara con la manga del buzo y no dijimos nada. En la visión lo había visto todo de negro y rapado, igual que aquella vez. Pero en vez del bate llevaba un cuchillo entre la ropa. Con ese cuchillo había terminado con la vida de Hernán, rápido, sin bardear de más. El tipo sabía lo que hacía pero yo no terminaba de entender por qué. Miseria tomó unos tragos de Fernet y me pasó el vaso. A mí ya me temblaba el pulso. Odiaba que el Fernet se me volcara. Odiaba las manchas. Odiaba el alcohol derramado sobre el suelo y que en el suelo de mi casa cayeran lágrimas por un amigo muerto. «Fue el Ale Skin», pensé. Las palabras me quemaban en la garganta, pero no quería decir nada: unas palabras también te pueden manchar. Tomé del vaso que tenía en la mano y que ahora podía controlar. Al ver que mi hermano era el único de pie en toda la reunión, lo levanté hacia él y él me devolvió el gesto. Miseria me miró, sonriendo. Seguro pensó que me había pegado el Fernet, que estaba colgada. Después dijo que le dolía la panza y se señaló justo entre las costillas. —¿Comiste algo? —le pregunté. Primero alzó los hombros, como si no fuera una pregunta importante, y después negó con la cabeza y se rio. Pero la risa se le cortó y volvió a tocarse la panza. Me pidió el vaso y tomó otro sorbo de Fernet. Miseria tenía hambre y tomaba Fernet. Me hubiera gustado decirle que le iba a preparar algo, pero en la casa no había nada. Íbamos a tener que salir a comprar algo para comer, pensé, pero no sería fácil mover a toda esa gente. A mí también me estaba costando activar. Me levanté con esfuerzo mirando al Walter, que charlaba con dos pibas y un pibe. Caminé pensando en decirle que fuéramos a comprar unas pizzas o algo de pan y fiambre, pero cuando llegué hasta él se me puso la mente en blanco y lo único que me salió fue decir: —Dijo la tierra que a Hernán lo mató el Ale Skin. Se hizo un silencio de muerte y de repente todo estalló. Los pibes y las pibas se pararon furiosos y empezaron a hablar y a gritar a la vez. Nadie se escuchaba. —El Ale Skin, qué hijo de puta —dijo uno. —Hijos de puta. ¿Sabés lo que les vamos a hacer? —dijo otro. —Hay que vengar a Hernán —dijo una piba que yo no conocía. Hablaban todos juntos, repitiendo una y otra vez lo mismo, cada vez más sacados. Mi hermano era el único que no hablaba. Se movía nervioso, de acá para allá. Pensé que lo mejor hubiera sido llamar a Ezequiel. O, mejor, nunca haber ido al Rescate ni cruzármelo a Hernán. Quise que se fueran. Que me dejaran sola en mi casa. Me dolía mucho la cabeza. Busqué a Miseria con la vista pero no estaba. La encontré en la cocina. Estaba apoyada contra la mesada. Comía papas fritas con los dedos de un cono de cartón que parecía mojado por la grasa. Se olían desde la puerta. Cuando me vio, estiró el brazo: —¿Querés? Las encontré en la heladera. Le contesté que no tenía hambre y ella siguió comiendo, chupándose el aceite de los dedos, como si le importara un carajo que yo estuviera ahí. Bajó la vista para hurgar en el fondo buscando las últimas papas, sin dejar de masticar. En ese momento entró el Walter, nos vio, no dijo nada y se fue. Parecía ido. Miseria lo miró salir, y después me miró, tragó y dijo: —Boluda, ¿por qué no me lo contaste a mí?

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora