Estábamos afuera, esperando al costado de la ruta. Por ahí pasaban varios bondis y todavía no era tan tarde. —El primero que venga —dijo mi hermano y a nosotras nos pareció bien. A lo lejos vimos las luces de uno. —¿La parada? —pregunté. Miseria sonrió. Hizo un «yo qué sé» con los hombros, pero cuando el colectivo estuvo más cerca levantó el brazo. El bondi paró. Subimos y estaba casi vacío. Había un viejo durmiendo en un asiento y, cerca de la puerta, una pareja a los besos. En el fondo no había nadie. Saqué tres boletos aunque no sabía para dónde íbamos. El Walter y Miseria se sentaron atrás, pegados a la puerta de salida. —Necesito el asiento de la ventanilla —le dije a Miseria. Ella me miró y pensé que iba a hacer una broma, pero al verme seria se levantó y se sentó del otro lado. Nos estábamos yendo. Yo contra la ventanilla, al lado mío el Walter y Miseria despatarrada en el asiento, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermano. El colectivo dio vuelta en una esquina y pude ver lo que iba quedando atrás. No había un alma, pero para donde íbamos todo parecía más oscuro. Pensé que estaba sola y entrando en un lugar nuevo. La noche lo escondía un poco y algunas luces me lo iban mostrando. Busqué la tierra en el bolsillo, era poca. El bondi daba saltos, íbamos por calles rotas. Me puse la tierra en la boca, no tenía nada para bajarla, pero así estaba bien. Quería sentirla. Me apoyé en la ventanilla, cerré los ojos y me llegó una voz que me dio sueño:
—Cometierra, el lugar donde aprendiste a leer la tierra ya no existe. En mi cabeza empezó a dibujarse un lugar conocido. Como si hubiese prendido una vela, mis ojos se acostumbraron a ver. Estábamos el Walter, Miseria y yo sentados en el sillón de la salita de atender. Parecíamos cansados. Tristes. Éramos más grandes que ahora. Había un pibito corriendo por todos lados y yo trataba de seguirlo con los ojos. Se tropezó. Una pared cerraba la entrada de la pieza de mi hermano. El chico apoyó la mano contra los ladrillos desnudos. Los ladrillos y el chico eran igual de nuevos y extraños para mí. El Walter lo llamó y el pibito corrió hacia él y se le subió encima. Había botellas, muchas, en la salita de atender. —Cometierra, el lugar donde aprendiste a leer la tierra ya no existe — volvió a decir la voz y yo me enojé. Sonó el celu. Traté de atender pero no pude. No veía los botones ni podía leer nada. Pensé que era Ezequiel, me desesperé. —Te están esperando —dijo furiosa la seño Ana—. Tenés trabajo que hacer, aunque la casa se haya venido abajo y solo quede la salita. Están llevando a uno más a tierra. Abrí los ojos. Pensé en el día anterior, cuando Ezequiel me acompañó a la tumba de mamá. Pensé en la tumba de al lado, en las palabras que leí sobre la lápida. Habían escrito un montón. La de mamá solo tiene un nombre y dos fechas. No sé quién había puesto la lápida de mamá. No habíamos sido ni el Walter ni yo. Lápidas, como si alguien pudiera mandarle una carta a sus muertos. Ana nunca tuvo. Mamá, solo su nombre y las fechas. Miré a un lado. Mi hermano abrazaba a Miseria por los hombros y dormían los dos. Tenía muchas ganas de tomarme una cerveza. Respiré profundo, todavía sentía la tierra en la boca, pero no volví a cerrar los ojos. Miré de frente la noche a través de la ventanilla del bondi. Largué el aire despacio mientras pensaba, de nuevo, en la tumba de mi vieja, en la de al lado, en Ezequiel y yo escabiando como si se acabara el mundo. «Ezequiel», dije, y pensé que yo también quería, ahí afuera, un nombre para mí.
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COMETIERRA - Dolores Reyes
AcakA la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes. tú que solo palabras dulces tienes para los muertos LEOPOLDO MARÍA PANERO Nadie sabe lo que puede un cuerpo. BARUCH SPINOZA