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El Rescate estaba que explotaba. Para que no se volcaran, las pibas y los pibes se pasaban los vasos descartables de un litro de cerveza con las manos en alto como si fueran soles. El piso temblaba sacudido al ritmo de las minifaldas. No bien llegamos, el Walter se perdió entre ellas como un zombie. Pensé que era la música, pero no. Sus ojos estaban perdidos en el color de las polleras. No solo el amor acelera el ritmo cardíaco, también la música. Todos se sonreían, se buscaban. Todos se tocaban y bailaban. Subía el humo del cigarrillo mezclado con otro que parecía salir de los cuerpos y escaparse hasta las luces del techo. No esperaba encontrar a nadie. Mientras miraba a tantos abrazarse y festejar, me terminé topando de frente con Hernán. —Ahora tengo señora —gritó para que pudiera escucharlo—. Se llama Yésica. Recién cuando escuché el nombre pude imaginarme a ese Hernán del que no tenía noticias desde hacía unos años, con una chica. —Tenemos una nena de dos —agregó. Casi que me caí de orto. Hernán, en pose de papá, sonrió y sacó pecho. Me gustó verlo de nuevo. —Ya no sos el pendejo que sale corriendo —le dije, y tomé un buen trago de cerveza. Aunque no quise, pensé un segundo en Ezequiel. Después volví a tomar hasta vaciar el vaso y me dieron ganas de seguir la música y a los otros pibes. —Che, ¿podés bailar? ¡Mirá que no quiero que venga ninguna a agarrarme de las mechas!
El que se reía ahora era Hernán. Dijo que la Yésica era re copada y que sí, que él podía bailar, porque con eso no pasaba nada. Empezamos a movernos. Fuimos entrando en calor. La ropa de Hernán era negra. La mía también. Solo nosotros dos estábamos de negro en ese lugar. Y él, encima, con campera de tachas y una calavera dibujada y los costados de la cabeza afeitados a cero. Al principio nos atropellábamos un poco, pero seguimos igual. «Las manos arriba», decía la canción, y todos levantaban las manos y marcaban el ritmo, haciendo como que disparaban contra el techo. Yo también levantaba las manos. Bailamos un montón y, en vez de cansarme, cada vez tenía más ganas. Después de un rato Hernán dijo que tenía que irse, que andaba buscando una punta para comprar paraguayo, pero que antes me invitaría una cerveza. Fue a buscar la cerveza y volvió. La tomamos a un costado de la pista, mirando el movimiento de los otros. Me sentía de visita, no sé si a él le habrá pasado lo mismo. —Perdoname —dijo en un momento, sin levantar los ojos del vaso—. Tuve miedo. Después me dio un beso y me abrazó un rato largo. Se dio media vuelta y se fue. Mientras lo veía irse hacia la salida, me quedé recordando aquella noche del tipo en el auto y los disparos. Fue la última vez que habíamos estado juntos. Cuando ya casi se perdía entre la gente, Hernán se dio vuelta, levantó la mano para saludarme una última vez y desapareció.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora