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Ya no iba a la escuela. Éramos el Walter, sus amigos, que entraban y salían, y yo. Me pasaba la mitad del día tirada entre la cama y el sillón que estaba cerca de la puerta. Mi hermano había pegado laburo en un taller de autos. A veces, cuando se iba a trabajar, yo estaba echada en el sillón. Cuando volvía yo seguía ahí, mirándome la punta del pie. Pensaba: «¿Por qué, a mí, la tierra?». El Walter nunca me decía nada. Al mediodía traía algo para que comiéramos juntos y volvía a arrancar para el taller. Estaba preocupado porque había dejado la escuela, pero más que preocuparse no podía hacer. La mitad de los chicos del barrio la habían dejado. Pero yo ni trabajaba ni me había quedado embarazada. No hacía nada más que estar tirada y pasar un poco la escoba por la casa como para evitar que algo, no sé qué, nos invadiera. Los únicos que nos visitaban eran los amigos del Walter. A los cinco meses de laburar, mi hermano se había comprado la Play y todos los findes eran un desfile: amigos, Play y pizza. Tele ya teníamos, pero nos habían bajado el cable. No volvimos a colgarnos, así que solo servía para los juegos. Ellos tenían una sola preocupación: el fútbol. Cuando había partido los pibes se iban a lo de Hernán y yo me quedaba sola. Hernán era el único de los amigos de mi hermano que me daba bola. Me empezó a traer música, CDs truchos que metía en la misma Play. Yo le decía «hola» y «gracias», casi nada más, y él, un par de veces, me tiró: «Con música nunca estás sola». Me costaba dormir. De no hacer nada, me quedaba dormida varias veces durante el día y después, a la noche, ojos abiertos, revolverse, pensar. Empecé a sacar birras de la heladera, destapaba, abría y tomaba. El destapador de mi viejo —lo único suyo que me había quedado— lo había guardado para mí, siempre en algún bolsillo. La cerveza era como el abrazo de una frazada que me tapaba toda, sobre todo la cabeza. Al viejo solo lo veía en algún sueño. Me despertaba y no volvía a dormir, así que ponía la música que me dejaban hasta gastarla. Tenía una pila de doce CDs. La mitad decía «compilado» y traía en la tapa alguna mina en tanga. Yo me las quedaba mirando, pero mandaba a la Play alguno de los otros. Me gustaban más. Cuando la cerveza se acababa, la música seguía y yo me quedaba dormida. El Walter no se daba cuenta porque yo con ellos no tomaba nunca. Pero una mañana me encontró durmiendo con dos botellas vacías volcadas al pie del sillón. Mi hermano no se enojó. —Te estoy dejando sola —dijo, y se sentó conmigo. Me dolía la cabeza nivel muerte. Cuando me despertó, todavía sentía el mareo, que me obligó a medir cada paso hasta el baño, y las ganas de vomitar, que me estrangulaban el estómago. Nos quedamos hablando un rato. Él me contó lo que había estado haciendo esa noche y yo sentí que no tenía casi nada que contar, pero me gustaba que el Walter estuviese ahí conmigo. Yo no tenía una familia, lo tenía al Walter. Estuvimos un par de horas en el sillón hasta que escuchamos unos aplausos. Alguien llamaba desde atrás de la reja del terreno. No se veía bien, así que salimos los dos. Hacía mucho tiempo que yo no andaba descalza por afuera. El frío de la tierra y la humedad en mis pies me hicieron mejor que cien lavadas de cara. Cuando nos acercamos a ella, la mujer que había golpeado las manos habló: —Vengo a pedir. Nos miramos con mi hermano y a mí, como si esa voz fuese un trago más, de nuevo se me partió la cabeza. Ninguno de los dos activaba y ella no parecía tener ganas de irse. Era una mujer vestida con ropa elegante. —Abrile —le dije al Walter, y mi hermano se me adelantó para abrir el candado. —¿A pedir qué? —le pregunté a la mina cuando se metió. —Ayuda. Vengo a pedirte ayuda a vos. Entramos. La casa estaba hecha un asco. De tan oscura parecía la cueva de un bicho, pero la tipa como si no viera nada más que a mí. Se sentó, sin hablar. Esperaba, como si estar ahí, sentada cerca de nosotros, fuese una parte importante de lo que había venido a hacer. Cuando mi hermano se fue a la cocina para calentar la pava para el mate, me preguntó: —¿Adivinás vos? Lo dijo bajito, como si fuese un secreto. —No. —No me mientas. ¡¿Adivinás vos?! «¡Qué vieja densa!», pensé. No me gustaba, pero su pregunta me obligó a pensarme a mí. Nunca me había parecido que lo que hacía fuera adivinar. Adivinar era algo raro, como creer que podía acertar el número de la quiniela. Nada que ver con cerrar los ojos y estar frente a un cuerpo desnudo sobre la tierra. —No. Antes veía, pero ahora no. —¿Trataste ahora? Como justo volvió el Walter, no le contesté. ¿Cómo sabía de nosotros? Pero la tipa no cerró la boca. Decía que necesitaba que la ayudáramos, que había escuchado que vivía acá, en la casa, alguien que podía ver, que ella tenía plata y estaba dispuesta a pagar bien. —No necesitamos plata —le contesté. —Pero yo te necesito a vos. Hernán entró empujando la puerta. No le habíamos vuelto a poner el candado a la reja y se mandó solo. Traía un CD nuevo. Me dio pánico que escuchara a la tipa decir lo de adivinar. Me quedé paralizada y el Walter, como si a él le pasara lo mismo, la echó. Antes de irse, la mujer se agachó, acomodó las dos botellas vacías que había tiradas al lado del sillón y dijo: —Nena, si te tragás tanta porquería porque sí, ¿no comerías tierra porque alguien necesita?
Me dieron ganas de cagarla a patadas, pero no me moví. A Hernán no quise ni mirarlo. Mientras veía a la mujer cruzar el terreno para irse, tomé aire hasta el fondo, lo fui largando despacio, todo, y me quedé vacía. Cuando el Walter volvió a ponerle el candado a la reja, respiré. Hernán había metido el CD en la Play. La música empezaba.

COMETIERRA - Dolores ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora