XXVI

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Capítulo 26
Tormenta

Rayna

Rayna perdió la cuenta de las vueltas en cuanto estallaron los airbags. Se aseguró de mantener los ojos abiertos por si algún objeto —ramas, rocas, árboles enteros— entraba por el parabrisas, pero el vidrio blindado aguantó bien. Procuró mantener la espalda y la nuca bien pegadas al asiento, pese a que los golpes tan violentos se lo impidieron a ratos.

El interior del carro no se destruyó tanto. Por fuera no quedó motor, ni radiador, ni luces, ni cubierta. Sí aguantó la jaula de hierro protegida por la tercera barrera de protección, que es lo que los mantuvo con vida. El tablero, los asientos, y las demás cosas frente a ellos permanecieron intactas. Las puertas —lo que quedaba de estas— se abrieron por acción de seguridad.

El sol bajó rápido por el horizonte. Las respiraciones aceleradas de ambos mezcladas con el siseo del motor humeante envolvieron el ambiente en una extraña calma.

—Hijo de puta. Voy a matarlo, revivirlo, destriparlo y volverlo a matar. —Rayna fue la primera en hablar. Su voz salió como un graznido.

—¿Tienes algo roto? —le preguntó Max con firmeza.

Rayna empujó el airbag con rabia. Las extremidades le dolían, pero no tenía nada fuera de lugar. Movió el cuello y, sin contar el horrible tirón de un tendón inflamado, se encontraba entera.

—Todo en orden. ¿Tu estado? —exigió ella.

—Todo en orden —aseguró él—. Desciende con cuidado, no fuerces a tu cuerpo después de esto.

—Eso ya lo sé —gruñó ella, deslizándose fuera.

A ambos les tomó unos segundos lograr salir. Rayna cayó de rodillas sobre la nieve. Algunas ramas de arbustos dejaban entrever una vegetación amarillenta, quemada por el frío. Los kilométricos árboles estaban blancos y retorcidos por su adaptación al clima hostil.

Sacaron las armas de emergencia de debajo de los asientos y usaron el escáner de estas para buscar la señal de algún cuerpo caliente y vivo cerca de ellos, pero todo estaba gris y solitario en aquel lugar inhóspito. Solo notaron leves emisiones rojas de pequeños animales del bosque.

Apuntaron los cañones hacia arriba, hacia la línea ya difusa por donde cayeron. No vieron nada por las copas tupidas de los árboles y por la nieve que caía a borbotones. Rayna tuvo un dolor punzante en el cuello mientras inclinaba la cabeza hacia atrás.

—Ese enfermo, maldito mal engendrado —siseó para sí misma.

Max se colgó el arma a la espalda y sacó un dispositivo GPS del bolsillo y su teléfono.

—No tenemos señal —anunció—. Estamos a doscientos kilómetros de la localidad más cercana, y a cuatrocientos ochenta del lago Bankai.

—Hermoso —ironizó ella—. A caminar.

Rayna comenzó a subir, pero la ladera estaba cubierta de hielo, rocas enormes y raíces congeladas; soltó una maldición, como si pudiera amenazar a la naturaleza para que la dejase subir más fácil.

—Rayna, el sol ya cayó, y estamos bajo una tormenta blanca —expuso Max entre los grandes copos de nieve. Ella resbaló hacia abajo y quedó de pie en el mismo lugar donde había iniciado—. No sobreviviremos hasta encontrar el punto con señal, menos hasta llegar al pueblo cercano.

La irritabilidad le cosquilleaba por la nuca.

—¿Y qué planeas? ¿Una noche de camping? —inquirió enfadada. La nieve se le acumulaba en la cabeza. Solo quería subir y ver si el maldito de Rion seguía allí para arrancarle los ojos con las uñas.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora