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RayMax

Ocho semanas después del cierre de Kaltos

Los pasillos del edificio presidencial de Azgar eran fríos, solitarios y silenciosos.

Bien. Es lo que a Rayna le agradaba. Nadie molestando, o hablándole. O saludándola.

Lo que sí le desagradaba del edificio es que era demasiado grande y ostentoso. Ella preferiría estar en alguna localidad apartada, congelada y aislada donde las interacciones con los demás hummons se redujeran a cómodos siseos y movimientos de barbilla.

Era su primera vez allí como invitada. No a cargo de una misión. No como delegada de alguna cosa que se le ocurrió a Claire. Esta es su primera vez ahí porque quería.

Después de dos meses de visitas constantes, decidió que podía tragarse su orgullo y visitar ella a Bourne.

Sin estar todavía muy convencida, siguió empujando sus sigilosos pies.

Estar lejos de toda la parafernalia y constantes actos sociales en los que se veía envuelta con Claire le parecía un alivio. Sí. Esa era la mayor razón por la que se encontraba en Azgar hoy: saltarse una reunión del Consejo. Una excusa fácil para repetirse a sí misma.

Se metió en un ascensor con paredes de vidrio que entregaba una vista despejada a la capital helada; se encontró con una pareja conversando dentro. Apenas notaron su presencia porque iban ocupados con unas pantallas. O ella era tan silenciosa como una sombra cuando quería. Bien. Perfecto.

Solo parecieron notarla cuando llegaron al piso treinta y nueve y se bajó; ambos azgarianos alzaron la cabeza con vacilación.

De acuerdo. Estaba en el maldito piso treinta y nueve, ¿y ahora qué?

Se sintió absurda. Ella no sabía nada sobre eso de llegar de visita. ¿Qué cara se suponía que tenía que poner?

Max lo había hecho fácil para ella hasta ahora. Aunque siempre le avisaba cuándo iría a Atanea, él simplemente llegaba cuando menos se lo esperaba y la saludaba normal. Ella le respondía con cualquier frase como si lo viera todos los días, y eso era todo. Luego se enrollaban por ahí.

Absurda. Sus nervios eran absurdos. La mochila negra con una muda de ropa que llevaba al hombro era absurda. Le dieron ganas de lanzarla a un basurero antes de que Bourne la viera. Sentir vergüenza por eso también era absurdo. ¿Qué tanto se preocupaba? Era solo Max Bourne.

Ahí otra mentira que se solía decir a sí misma: solo Max Bourne.

Cuando se encontró con un mesón de seguridad en aquel piso, siseó. Se suponía que ese piso era entero de Max, ¿por qué demonios dos guardias la estaban viendo?

—Bourne —les espetó dura—. Busco a Bourne.

—¿Su nombre? —le preguntó una de las guardias con tono ajeno. Tenía el pelo claro y la piel muy pálida.

La segunda guardia, más robusta, con el pelo negro y la piel igual de pálida, le atestó un codazo a la otra.

—Es Rayna Blakhurn —masculló por un costado de la boca.

Rayna entornó los ojos. Odiaba que la reconozcan, ya fuera por una buena o mala razón.

—Me están aburriendo. —Se inclinó sobre el mesón—. Llamen a Max Bourne.

Ambas guardias se dignaron a mostrar una pizca de temor ante su tono de voz cortante.

—Enseguida —accedió la primera, levantando un teléfono con urgencia.

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