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Capítulo 40
Transformar el amor en desesperación

Ardat rodó los ojos.

—Lo que más anhelaba: ¡dos Jatar! —ironizó con la sangre blanca cayéndole de la sien; la daga no le afectó casi nada.

Arturo Jatar disparó el arma de fuego, y una enorme explosión arremetió contra las costillas del dios. Theo recuperó el conocimiento e intentó golpearle el brazo para zafarse.

—Agh —se quejó Ardat—. Me aburrí, haré algo mejor que matarte. —Soltó la lanza para que continuara el baile en el aire con el resto de los Elementos—. Despídete de tu padre, Jatar.

Mi cuerpo enteró vibró de desesperación. Estallé con un grito, esta vez con una potencia mucho más poderosa, y dirigí toda esa energía hacia Ardat.

Logré que soltara a Theo, porque usó esa mano para crear un escudo.

—Nada mal, heredera —apreció, pero antes de que Arturo lanzara un siguiente ataque, Ardat mostró los dientes afilados, agitó la mano, y Arturo voló lejos, cayendo con violencia dentro de la laguna a muchos metros más allá.

—¡¡¡Papá!!! —gritó Theo desde el suelo, levantándose.

La lanza volvía a estar cerca del sauce, y entonces saltó Max. Ardat se dio cuenta de nuevo y, con un movimiento de brazo, lo envió hacia el otro lado. Max rebotó contra una columna que se agrietó por su peso.

Inago rugió; era su turno, pero no iba a dejar que él lo intentara antes que yo. Usé mi poder para enviar a Inago a un espacio entre las columnas y resguardarlo, y me impulsé hacia adelante.

Mi poder no podía ser tan inútil.

¿O sí?

Lo averiguaría.

—¡¡Claire!! —rugió Theo.

Shira y Mike llegaron con más armas explosivas.

—¡Agarra la lanza! —exclamó Mike, y él y Shira dispararon al mismo tiempo.

Desde el otro lado, apareció Keyla, y a su lado el tal Areen. Para mi sorpresa, ellos también le dispararon a Ardat.

Mis pies se despegaron del suelo sin saber cómo, pero entonces vi un reflejo rojizo; el rey Tyrone utilizaba su capacidad psíquica para elevarme.

Escuché a Ardat soltar un exabrupto cuando todos lo atacaron al mismo tiempo, Theo incluido.

Tyrone me impulsó a toda velocidad, y estiré los dedos hacia la lanza.

—¡Se acabó! —explotó Ardat. Aplaudió dos veces, y nos arrojó con fuerza hacia atrás.

No, no.

Había estado tan cerca...

—Tú, mensajero de dioses, ven aquí. —Ardat movió la cabeza, y el cuerpo de Tyrone aterrizó a mi lado.

Nos pusimos de pie al mismo tiempo.

—¿Ahora quieres obrar bien, después de todo lo que has hecho? —Lo encaró Ardat.

Tyrone entornó los ojos y tomó mi mano.

—Desconozco la intensión de tus palabras, Ardat —su voz proyectiva se oía apenada. El efecto Ardat también le provocaba cosas al mensajero de dioses—. Pero esta guerra no debería afectarnos a nosotros. Estás desahogándote con los equivocados.

Ardat lo escrutó con aburrimiento.

—Sí, sí, sí. Ya me aburrí de oír eso. No te desvíes del tema. ¿En serio no recuerdas lo que has hecho? —Ardat curvó los labios hacia abajo con desdén—. Siempre me sorprendo de lo poderoso que soy...

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