XLIII

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Capítulo 43
Vacío

Theo

Nada. No había nada a qué aferrarme después de ver cómo la lanza la mató y la envió lejos.

Muerta. Y yo la había visto morir, sin poder hacer nada por ella más golpear y suplicarle que no lo hiciera. Un inútil.

Los círculos con las imágenes de los familiares se cerraron en la niebla en el segundo en que él le hizo eso a ella, y provocó que Rayna estallara en gritos feroces. De nuevo.

El escudo dorado de la princesa desapareció apenas fue traspasada por la lanza. Fue ahí cuando me entregué a los instintos y a la locura. Me sometí a la desolación y a la desesperanza.

No me importaba si sentía el alma partida en dos por el efecto de ese bastardo, o porque de verdad se me había roto en el segundo en que la perdí.

Si ella había caído, yo iba a caer también, pero no sin antes llevarme a los que pudiera conmigo.

Arrasado por el enloquecimiento, me moví hacia él para impactarlo. Dios o no, iba a irme de este mundo intentando desmembrarlo.

Pero no alcancé, porque lo rodeó algo grande. Algo superior. Algo fuera del alcance de los hummons. Era un aura de varios tonos; dorado oro, rojo fuego, blanco cristalino, rosado vibrante, amarillo como el sol, azul océano, plateado estrellado, y varios otros, que lo envolvieron como un chaleco de fuerza. Algo bastante apropiado para ese trastocado mal cogido.

Esa aura... Esos colores... Solo podían significar que los dioses por fin estaban haciendo algún trabajo medianamente útil, y lo estaban reteniendo.

—¡Herederos, ahora! —indicó el rey pelirrojo desde alguna parte. Él, el supuesto mensajero de dioses de mierda, tampoco había podido hacer nada por ella. No se lo perdonaría jamás.

—¡Junten los Elementos! —ordenó Damien a Rayna y Okke, mientras yo me deshacía de mi cordura.

—Jatar —la maldita voz de Bourne apareció a mi izquierda.

Cuando los tres herederos, los tres que quedaban, juntaron sus Elementos, la aura que retenía al dios bastardo se hizo más vibrante, como si ellos realzaran la débil fuerza que emitían los dioses desde donde cojones estuvieran.

De todos modos, percibía en mis entrañas que el aura colorida no aguantaría para siempre.

Claire. Faltaba mi Claire. No iban a lograrlo sin ella.

Toda pizca racional se esfumó de mi sistema. No recogí un arma de fuego, no. Necesitaba sentir los huesos romperse, las tripas caer y la carne cortarse. Agarré una espada de quien putas fuera, y comencé mi cacería.

—El plan a ejecutar... —intentaba decir el impertinente de Bourne.

—Cállate —escupí, sin apenas reconocer la voz amarga y muerta que salía por mi garganta.

—¡Max! —Una voz masculina lo llamó antes de un disparo demasiado cerca.

—¡¡Padre!! —estalló Bourne al percatarse—. ¡¡¡No!!! ¡Mierda! —Bourne se movió como un rayo, y apenas pude reponer en que su padre yacía muerto, con el corazón atravesado por una bala; la Mano Derecha de Azgar había salvado a su hijo de un enemigo justo a tiempo.

Ahora Max cobraba la vida de quien le había quitado a su padre, y también la de los que auxiliaron al sin reino. Los destrozó —a los tres— con una lágrima saltando de su párpado inferior.

La cabeza del líder de los sin reino, Volkov, rodó a mis pies luego de que Bourne la separara de su cuello.

El ejército de infernales se abalanzó sobre los nuestros de nuevo. Esos hijos de puta y sus perros esqueléticos reanudaron una batalla que ya había cobrado suficientes vidas.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora