XLII

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Capítulo 42
Audentis fortuna iuvat

Un desierto; arenoso, extenso, bellísimo y tranquilo, bañado por el amanecer. Las suaves colinas anaranjadas besaban las estrellas que todavía titilaban alegres en el cielo. Algunos arbustos se mecían por la dulce brisa. Los charcos de agua vibraban, como si el viento los hiciera cantar.

Unas columnas decoradas con hermosas enredaderas y flores rodeaban un templo abierto. En el centro de este, había un oasis con luces que levitaban por encima; el pozo de agua era perfecto para sumergirse en él. Diferentes tipos de frutas colgaban de trece fruteros. Más allá, flotaban unas plataformas tan blancas y acolchadas que te invitaban a entregarte al cansancio. El aroma era embriagador y llenaba el lugar, una mezcla dulce y cítrica.

Caminé hacia un árbol entre dos columnas del que colgaban unas enormes naranjas. La paz ondulaba, borrando mi angustia previa. El malestar y la desesperanza se esfumaron. Ahora estaba bien. Había cruzado. Si me reencontraba con los que amaba allí, en ese lugar tan perfecto como infinito, tan pleno y tan libre de maldad, estaría satisfecha.

Me estiré sobre las puntas de los pies para cortar una de esas naranjas regordetas. Ansiaba sentir el sabor dulce en mi boca. Mi mano se cerró en torno a la cáscara áspera, pero no tuve la fuerza suficiente para arrancarla. Perdí el equilibrio y me tambaleé hacia atrás, de repente poniéndome débil. No tuve miedo, pensé que debía ser efecto por ser una recién llegada... A lo que sea que era ese lugar.

Lo intenté otra vez, pero ni siquiera pude levantarme en puntas. Oscilé, y estaba lista para sentir mi trasero contra la arena, pero algo —alguien— me sostuvo. Y no solo eso: una luz dorada intensa opacó la enormidad del naranjo.

El resplandor se atenuó de a poco, y pude ver los rizos y los iris color arena que me observaban atentos.

—Hola, Atticus —saludé a mi antepasado, el mismo que creó el reino junto Atenea, como si fuera algo de todos los días.

Él era El Ser misterioso.

—No era tu hora, Claire —señaló en tono suave.

Elevé una ceja.

—¿Eso me dices como bienvenida?

El pecho ancho de Atticus se infló cuando inspiró.

—Debes confiar más en los dioses —me regañó.

Todavía no sabía quién estaba sosteniéndome, pero resoplé y me enderecé, saliendo de esos brazos.

—¿Confiar en los dioses? ¡No llegaron a ayudarnos! ¡Y nos dejaron desamparados! —objeté—. Miles de muertes ocurrieron en Casterra hoy.

Atticus presionó los labios.

—Los dioses no pueden salir personalmente del Olimpo; eso despertaría a los demonios, a las gárgolas, a los titanes, y las demás criaturas. Y provocaría otros desequilibrios que llevarían al apocalipsis, me temo.

Me reí incrédula.

—¿Y entonces qué? —espeté, de repente irritada y más débil, como si mi cuerpo no aguantara estar en ese hermoso desierto.

—Ellos eligen actuar mediante ustedes, sus herederos y sus creaciones.

Mis labios se sacudieron con otro resoplido.

—Es lo más inútil que he escuchado. En fin. ¿Atenea fue o no a salvar a los hummons? —quise saber lo importante.

Atticus me sonrió. Sus pómulos se marcaban mucho; noté que teníamos eso en común.

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