XXXIV

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Capítulo 34
Los secretos guardan filo

Esa noche nadie descansó, tampoco a la mañana siguiente.

No había ninguna señal de Ardat. Nada de terremotos en ninguna parte del planeta. Ninguna nueva grieta o zanja infernal. Todo quedó en una inmensa calma, como si le hubieran puesto un chupete a un bebé y por fin se hubiese quedado dormido.

Pero yo había aprendido a no ser tan inocente como para pensar que Ardat abrió las puertas del Olimpo desde Kaltos y cerró por dentro. No. Todo me decía que no sería tan fácil.

Los reyes y presidentes aguardaban pacientes la reunión del día siguiente en Casterra para interrogar a mi equipo. Arturo Jatar hacía un buen trabajo liderando y propagando una llamada a la calma, bajándole la gravedad al asunto para que el pánico en los reinos no se volviera un hecho, apoyado por la reina Eloise, pero de todos modos la histeria de los Consejos era difícil de controlar.

El resto; los nobles de cada reino, los integrantes de las mansiones, castillos o fortalezas, sus familiares y amigos, y la población general de Casterra, se preparaban entusiasmados para la celebración anual de Olimpia. Esa fiesta les importaba más que navidad o año nuevo. Era una noche entera de festivales, bailes y rituales donde agradecían a los dioses en distintas maneras. Vestían sus mejores atuendos, y se esforzaban por tener extensos banquetes junto a sus más queridos.

Entre todo eso, el equipo y yo no teníamos tiempo que perder. Me importaba bien poco lo que me pondría mañana, o lo que confesaríamos en la reunión. Me preocupaba más lograr salvarnos cuando llegara el momento.

No sabía si sería suficiente, pero iba a intentarlo todo. Y en ese minuto me dirigía hacia alguien que podía darnos —quizás— alguna pista para hacerlo mejor.

Cuando nos adentramos en la capital de Lumba, luego de pasar por campos medios quemados por la última guerra, casi no la reconocí; nos recibió una ciudad imperial, movida y sobria, ya reconstruida. Las fachadas de sus tiendas volvían a ser amplias y lujosas, con grandes cristales y letreros luminosos. Los edificios modernos, sus señaléticas nuevas y llamativas, los automóviles grandes, y el ritmo de sus habitantes, demostraban un reino desarrollado y con buenos recursos, al menos en su capital. Era como estar en una de las grandes metrópolis humanas, incluso mejor.

No nos desviamos, aunque me picaba la curiosidad por ver algunas tiendas. Tampoco me di el tiempo de saludar a los lumbianos y tomarme fotos con ellos. No podía. Nuestra supervivencia estaba en juego. Algunos me gritaron que me apoyaban para el trono, y otros alabaron a Max o a Ethan, como de costumbre.

Nos detuvimos frente a una fachada de ladrillos blancos que calzaban a la perfección unos con otros. Dos gigantescos ventanales exponían algunas obras del interior. Su antejardín, rodeado de un cerco negro de acero terminado en puntas, estaba decorado con esculturas; algunas todavía se veían frescas.

Llamamos a las puertas dobles de metal oscuro, pero, aunque oíamos voces y risas en el interior, nadie abrió.

—Inútil —escupió Theo, y abrió la puerta de una fuerte patada.

—Les encantan las entradas dramáticas, ¿no es verdad? —habló alguien cuando entramos: una voz distinguida y ronca, de acento distinto. Esa voz—. La puerta estaba sin llave, cavernícolas.

Unas risas se unieron a él.

Mis ojos volaron hacia cualquier parte excepto al dueño de la voz, porque ese lugar era impresionante.

Me habían dicho que Kaleb, tras perder en las elecciones de Lumba (que ahora era un reino democrático en el que escogían a un presidente), se ofuscó y se abatió, y luego, para salir del hoyo de la depresión, fundó un estudio de pintura.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora