XLI

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Capítulo 41
El adiós

En el campo de batalla reinó el silencio. Quizás fue por la fuerza perdida luego de tantas masacres, y de los guerreros que quedaban, de cualquier bando, estaban demasiado heridos.

O quizá fue porque Ardat nos puso en jaque, y todos supieron que el fin se acercaba. Dependía de nosotros.

Theo me tomó de la mano cuando avancé sin pensarlo hacia el dios.

—Claire —me llamó con tensa urgencia.

—Son mis padres. Es Niklas y Rizpah. Es la madre de Damien. Son los abuelos de Okke —refuté sin detenerme. Los otros herederos tampoco se detuvieron—. No podemos contra eso. No los dejaremos morir.

—Claire, no —oí a Mike, pero seguí caminando.

—Blakhurn —apareció Max, pero Rayna ni siquiera lo miró. Volvió a echar un vistazo hacia la niebla del cielo, hacia sus hermanos siendo amenazados de muerte, y caminó más rápido.

Theo me seguía los talones.

—Si tú te entregas, yo caeré contigo —me advirtió—. No te veré morir, no lo permitiré sin pelear.

La cabeza me latía. No podía pensar. Solo veía a mis padres en ese maldito círculo de neblina. A Batty muerta. Nuestras familias. Ese era el movimiento más ruin y cruel que podía existir.

No quería que nadie más muriera, así que cuando nos detuvimos a unos metros de Ardat, envueltos en la niebla salía de él, cuando esa sonrisa puntiaguda brilló bajo los ojos de sangre, yo di un paso más.

—Tómame a mí primero —propuse. Theo bramó detrás—. Mátame, y ve qué pasa. Si me matas, quizá los dioses aparezcan antes de que mates a los demás herederos.

Theo intentó alcanzarme, pero yo ya había formado un escudo.

—¡No! —rugió él.

—Claire, no seas una estúpida mártir —masculló Rayna.

La miré por encima del hombro.

—¿Y tú sí? —repliqué.

Entonces vi la cara de Theo; sus facciones tiritaban de desesperación. Vi las chispas de miedo en los ojos de diamante de Rayna. La expresión afligida de Mike. Los labios apretados de Damien. La palidez de Okke. Las lágrimas de Hannah. El rostro demacrado de Tyrone. La fría ira en Max. Más allá, sostenido por el Director de Ataque, estaba Arturo Jatar, ensangrentado, con músculos palpitantes a la vista, respirando inestable.

Y arriba... Arriba estaban mis padres, atados, con los ojos húmedos. Mi padre observaba impotente a mi madre. Y ella lloraba y susurraba; parecía rezar.

Los guerreros, los agentes, los gobernantes, los jefes, y hasta el ejército de Ardat permanecieron callados. Agotados. Adoloridos. Casterra estaba plagado de cuerpos cortados, abiertos y masacrados.

Me volví hacia Ardat.

—Si matas a la heredera de Atenea, destrabarás una parte de las puertas, pero también provocarás la furia de los dioses, y vendrán a tu encuentro.

—¡No te atrevas! —rugió Theo otra vez, y se le rompió la voz. Mi corazón se deshizo a su vez—. ¡¡Claire!!

Ardat apretó una mano, y le quitó el habla a Theo.

Respiré hondo. El miedo me sacudía cada célula, pero el miedo de ver a mis padres ser asesinados era mayor. Iba a morir por ellos, ni siquiera tenía que darle una vuelta. Y si con eso podía salvar a Rayna, a Damien y a Okke, era mejor. Ojalá el asesinato de una heredera enervara tanto a los dioses como para que vinieran a hacerse cargo, aunque aquello trajera consecuencias.

No quería ser una mártir, solo quería salvarlos.

Y la parte cobarde de mí... tal vez esa parte también quería morir primero para no ver morir a los que quería.

—Tan valiente como Atenea —apreció Ardat con su tono metálico—. ¿Crees que matarte primero servirá de algo? ¿Que mi arrogante media hermana abrirá las puertas por su mera frustración? Eso no suena mucho a ella.

Elevé una ceja con la pizca de coraje que tenía.

—¿Tú crees que no? Prácticamente soy el trozo de poder ambulante que tiene en este plano —negocié—. ¿O tienes miedo de intentarlo?

Ardat juntó las yemas de sus dedos irregulares.

—Eres graciosa, Claire Moore Relish.

Apreté los dientes. Theo rugía detrás. Rayna gritaba. Creo que Mike y Arturo también, y quizá Tyrone. Pero los ignoré, porque no podía arrepentirme. No cuando existía la posibilidad que de los dioses vinieran y los salvaran.

—Mátame, y ve qué sucede —desafié—. No pierdes nada, pero déjalos ir. —Elevé mi dedo hacia el cielo, hacia las imágenes dentro de los círculos de niebla—. Y si los malditos dioses abren esa puerta que dices que existe —escupí con odio—, deja ir al resto de los herederos también. Esto es un problema entre tus hermanos y tú.

Ardat se rascó la barbilla, inmune a que los cientos presentes estuvieran temblando por la inquietud. Inmune a los miles de cuerpos destrozados por su culpa.

La voz de Theo retumbaba en mi mente y en mi corazón; sus llamados desesperados, rotos, para que retrocediera, para que abriera el escudo. Sus amenazas furiosas y espeluznantes hacia Ardat. No podía escucharlo, no. Y si lo miraba solo una vez... Daría marcha atrás, y todos, incluyendo mis padres, acabaríamos muertos.

La propulsión involuntaria de mi cuerpo hacia adelante me quitó la tentación a arrepentirme; mis pies abandonaron el suelo y mi pecho se arqueó, como si Ardat me estuviera sujetando desde allí con una mano invisible, y el dios me puso frente a sus ojos. Ver esos iris de cerca era todavía más aterrador. La sangre era líquida y espesa dentro de ellos, y hervía.

La sensación de malestar aumentó en mi piel, en mis huesos y en mi alma. Todo iba a resultar fatal. El caos gobernaba. La esperanza estaba extinguida. Este mal era demasiado grande y enfermo. No disponíamos del poder necesario para salvarnos. El amor no servía de nada allí, frente al dios más fuerte que buscaba venganza luego de permanecer sepultado durante milenios.

—¡¡Claire!! —escuché a lo lejos—. ¡¡CLAIRE!! —Me centré en esa voz ronca y desgarrada, esa que aullaba por mí. Al menos iba a morir así; sabiendo que, a diferencia de Ardat, a mí sí me amaban, y yo amaba también.

Vi a mis padres mirándose el uno al otro. Moriría para salvarlos, y eso era más que suficiente. No me quedaba otra cosa por hacer.

Ardat era infinito, y yo solo una heredera de un poco de poder.

La mano alargada del dios tomó la lanza cuando esta danzó cerca suyo. El rostro mal cicatrizado pero hermoso de Ardat se iluminó de deseo.

—¡¡¡No!!! —decía la voz que me amaba.

Ad te, soror —pronunció el dios, y su excitación resonó al apuntar la lanza de su media hermana hacia mi corazón—. Vindicta dulce —agregó con tanta maldad y regocijo que supe que aquellas palabras, que resonaban como el poema más tenebroso que ha existido, eran dedicadas a Atenea.

—¡¡¡NO!!!

—Te amo y te amaré en todas las vidas —hablé de cara al dios, pero dirigiéndome hacia atrás, hacia donde Theo luchaba con todas sus fuerzas para llegar a mí. Hacia donde disparaba, bombardeaba y pateaba el escudo para alcanzarme y salvarme. Pero esta vez yo quería salvarlo a él.

—¡¡¡CLAIRE!!! —Abracé su voz rota, y me aferré a ese amor. Miré más allá, hacia donde la niebla dejaba apenas una fisura, y por donde pude ver las estrellas. Un destello bailó entre ellas, palpitó y se hizo más notorio, como si me estuviera hablando.

Pero ya no me quedaban más cartas, ni tiempo.

Amor non vincit omnia —declaró Ardat con una fatídica sonrisa. No necesitaba saber latín para entender que aquello significaba «el amor no lo vence todo».

Me negué a mirarlo en mis últimos segundos, solo vi el brillo de la lanza al ser agitada con potencia.

Mi cuerpo explotó hacia atrás, con la estocada final enviándome a otro universo y, antes de que pudiera saber dónde caería mi cuerpo, dejé de estar allí.

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora