XXXIX

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Capítulo 39
Efecto Ardat

—¡¡Fuego!! —rugió Arturo Jatar con todas sus fuerzas, y las balas estallaron desde y hacia todas las direcciones.

Los infernales y los sin reino se enfrentaron feroces contra los nuestros.

La niebla seguía siendo espesa y caliente, pero eso no evitó que viera sangre salpicar desde muchos ángulos. O que escuchara los crujidos de los cuerpos siendo destrozados, o el sonido húmedo de hojas afiladas rasgando vísceras y columnas.

Otra guerra, una a nivel divino. Otra injusta masacre.

«La lanza. Obtén la bendita lanza».

—Vamos por tu arma —siseó Shira a mis espaldas.

Me lancé hacia el frente, hacia donde Ardat observaba todo con fascinación, disfrutando del espectáculo sangriento. El vestido me molestaba, pero no podía ser un impedimento.

No hizo falta decir en voz alta el plan; los herederos debían resguardarse hasta yo tener la lanza, por eso se quedaron atrás, fundidos en las últimas líneas de batalla.

Max, Theo, Mike, Shira e Inago abrían mi camino, deshaciéndose de enemigos, para llegar lo más cerca posible del dios. No utilicé mi poder, no quería avisarle a Ardat que me aproximaba.

—¿Dónde están mis herederos? —preguntó el dios, saliendo de su regocijo—. ¿Qué sacan con escabullirse como ratoncitos? —se burló—. Oh, esto es hermoso —comentó distraído cuando tres pares de cabezas rodaron a sus pies.

Caían cuerpos hacia donde mirara. O los corazones eran atravesados por balas. O las tripas colgaban desde abdómenes rasgados.

—¿Cómo llegaremos hasta allá arriba? —musité, viendo que los Elementos continuaban bailando alrededor de los tres metros de Ardat.

—Lo resolveremos cuando lleguemos a ese punto —solucionó Theo después de enterrar silenciosamente un cuchillo en la espalda de un infernal.

Ardat se giró hacia nuestra dirección, y Theo me empujó detrás de unas columnas antiguas antes de que pudiera vernos. Shira y Mike se vieron envueltos en un ataque de sin reinos.

—A las nueve treinta hay una ventana de posibilidad —informó Max desde mi otro lado.

Inago espió por un costado de la columna.

—Por favor, ve a esconderte —le supliqué, pero el felino ignoró mi orden. Tragué con fuerza.

—Voy a subirme a ese sauce junto a la grieta, y saltaré desde ahí para tomar la lanza —sugirió Theo—. Y tú deberías quedarte acá, a salvo con Inago —ofreció convincente.

Unos cuerpos pasaron por encima de nuestras cabezas, y nos agachamos.

Max hizo una mueca de dolor por el movimiento.

—¿Sigues sangrando? —le pregunté rápido—. Deberías...

Max negó.

—No. Ya paró. Estoy bien.

Obviamente no estaba bien, pero al menos ya no tenía una maldita hemorragia.

—Voy a distraerlo, y tú tomas la lanza —planificó Max. No me detuve a pensar en lo raro que era que ellos dos trabajaran juntos.

—Tú no podrás distraerlo, no le importará, solo te matará con un chasquido de dedos —objeté—. Yo lo distraeré.

—Claire —advirtió Theo, pero me adelanté:

—Claire nada. Si no hacemos esto bien, todos acabarán muertos. —La sensación desagradable me seguía oprimiendo el pecho—. Esto es... —Me puse una mano en el corazón—. ¿Esta sensación...?

Corona celestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora